Hoy hablaré del estado más placentero, que a pesar de su aparente quietud encierra un gran peligro: yo lo he bautizado como "la Tentación de las Tres Tiendas". El nombre viene de un pasaje del Nuevo Testamento: en el instante mismo de la transfiguración de Jesús, en la cumbre del monte y en medio de una nube de eternidad, Pedro medio borracho de Dios balbuce: "qué bien se está aquí: hagamos tres tiendas." Esas tres palabras resumen lo que cualquier otro ser humano hubiera querido decir. No te escapes, no te escapes, susurramos siempre a la felicidad esquiva.
La Tentación de las Tres Tiendas es el momento de máximo placer, de máxima calma, cuando el alma parece no desear otra cosa que seguir sumida en esa burbuja, auténtico spa espiritual que le ha deparado el risueño destino. Ojo, no debemos confundirlo con la mera pereza: estamos hablando de un estado del alma. Lo que sucede cada mañana a las siete y cuarto en mi cuarto no es la Tentación de las Tres Tiendas, sino más bien un ataque brutal de vaguería. Y es ése el peligro latente: como en un espejo oscuro debemos descubrir qué placeres tranquilos merecen el nombre de tentación.
La verdadera Tentación de las Tres Tiendas se desencadena en pleno recital poético de Jose Julio Cabanillas, o en plena lectura del último libro de Miguel d´Ors, o cuando lees con deliciosa lentitud el blog de Enrique García-Máiquez. También ocurre cuando escuchas por decimocuarta vez una vieja canción de Mocedades, o en medio de un concierto de Los Walkman. Sucede cuando nos rodean los buenos amigos, esos seres ante quienes nuestra alma se pone cómoda, en bata y zapatillas. Un café con Lord Scutum. Una tarde en la placita de la Juncal con Merl, entre niños que juegan con monopatines. Unas horas en la terraza del hotel Doña María con Amalia Bautista. Fernando do Vale Salteiro en la cafetería Alcázares, entre ceniceros y vasos de fanta de naranja.