Me pregunto en qué convulso frente estaré perdida yo, tan ansiosa por leer de nuevo lo que otros llaman visión edulcorada de Andalucía... Tengo por disculpa que mis bisabuelos sentían esta misma pasión que a mi me envuelve, y ahora que pienso en las inmensas ganas que tengo de releer La divina inventora, Ventolera o Los restos, la imagen caballerosa del abuelo Félix, con su traje impecable y su afición por la historia, viene a redimir esta ligereza mía. ¡Ay, esas deliciosas comedias que no tengo en casa y que fui devorando, una por una, de tres a cuatro y media de la tarde en la biblioteca blanca de la Universidad de Navarra, los días en que me quedaba a comer...! A engullir, diría yo, capítulos de mi tesis y obritas de los Álvarez Quintero en los tiempos muertos.
Sin casi proponérmelo, y desechado ya todo pudor, he descubierto el primer regalo que voy a pedir a los Reyes en estas navidades. Ellos lo pueden todo, así que podrán desempolvar de alguna librería de viejo el tomo IV de esa colección prodigiosa.
Este fin de semana rescaté del estudio de mi madre el Diario de Adán y Eva, de Mark Twain. Lo había comprado yo en Castroviejo la pasada navidad, y con no sé qué pretextos ha aparecido en un estante de la otra punta de mi casa. Recuerdo que cuando era pequeña no podía sufrir tanta historia de negros remando por el río, y odiaba con toda mi alma a Huckleberry Finn. Si me compré este librito fue porque la edición me pareció preciosa: es de la colección El club Diógenes, de Valdemar, con el famoso cuadro de Lucas Cranach en la portada.
(En realidad este no es el cuadro que aparece en la portada de mi libro, pero es uno de los cuadros más bonitos de Cranach, ¡mirad qué maravilla de manzano...!)
El libro me lo he leído de un tirón, en este fin de semana. Es breve y muy irónico, pero con esa ironía que yo conocí por vez primera en Miguel d´Ors, que no hace daño sino todo lo contrario: crea un ambiente agradable en torno a la lectura. No es nada correcto según los cánones de nuestra política actual: en el discurso de Adán queda intacta la extrañeza, la gran diferencia que existe entre nosotras y ellos, los tópicos rigurosamente verdaderos que circulan desde siempre sobre las mujeres. Es clarividente la forma en que relata la primera consecuencia de la Caída, la pérdida de la inocencia: en ella, primero y en él, después.
LLegó envuelta en ramas y ramilletes de hojas, y cuando le pregunté qué significaba tamaña tontería y se las quité y las tiré al suelo le dio la risa y se ruborizó [...] Dijo que pronto sabría por mí mismo lo que era. Estaba en lo cierto. Hambriento como estaba dejé la manzana a medio comer [...] y me atavié con las ramas y los ramilletes tirados y luego le hablé con cierta severidad y le ordené que fuera por más y no diera el espectáculo.
He disfrutado a mares en la tarde de domingo, incluso añoré un poco de lluvia para acompañar mi lectura tras la ventana. El Adán de Mark Twain es tan comodón, incoherente y huraño que tiene todo el encanto de un hombre. Y está muy bien trazada Eva cuando, al final de la obra, se pregunta repetidamente por qué lo ama con tanta pasión... y al final sólo quedan dos virtudes absolutas: "es varón y es mío". Y eso basta.