Hace un par de semanas, mi padre trajo un filósofo a casa, al mediodía. El filósofo dijo, entre otras cosas interesantes, que lo malo de los fenomenólogos es que ellos mismos inventan los fenómenos. Mi propio padre es filósofo, así que a poco que una quiera ver y escuchar acaba envuelta en una continua tertulia filosófica.
Cuando yo era pequeña mis padres organizaban las mejores veladas filosóficas, en el salón de casa, con amigos, colegas y maestros, y hay quien dice que a los ocho años andaba yo disparando definiciones de la libertad a diestro y siniestro, ¡horror! Recuerdo que pensaba bastante, y me recuerdo a esa edad preguntándome qué sucedería si yo no existiese. Pronto supuse que la pregunta completa era: qué me sucedería a mí, y la respuesta era nada, pues sin existir no podría interrogarme. Entonces me imaginaba abriendo una puerta, y encontrando un umbral donde había otra puerta, y luego otra, y luego otra... Harta de tantas puertas me ponía a jugar con mis Barbies, que me provocaban otra clase de preguntas.
Por ejemplo, por qué tenía yo ocho Barbies y un solo Ken. Ellas se multiplicaban en mi cajón, pero a nadie se le ocurría regalarme un Ken Hawaiano, que era lo que yo necesitaba. Jugar es inventar, así que invertía la mitad de la tarde en buscar motivos por los cuales mis siete Barbies estaban tan solas, a pesar de poseer una anatomía de infarto. Siempre había una Barbie numeraria (!), una con novio en la mili, una independiente... Al final quedaba la ganadora de mi particular Operación Triunfo, la dueña del corazón del afortunado Ken: una Barbie de rizos color castaño claro y grandes ojos violeta, a la que solía llamar Frances o Sylvia, porque mi obsesión entonces eran los nombres en inglés, fruto de mis excesivas lecturas de Enid Blyton.
Con los años acabaron regalándome el Ken Hawaiano, pero tan rubio y con ese dorado playero más parecía un playboy que un novio formal, y rotaba de mano en mano, respetando sólo a la Barbie numeraria.
Cuando yo era pequeña mis padres organizaban las mejores veladas filosóficas, en el salón de casa, con amigos, colegas y maestros, y hay quien dice que a los ocho años andaba yo disparando definiciones de la libertad a diestro y siniestro, ¡horror! Recuerdo que pensaba bastante, y me recuerdo a esa edad preguntándome qué sucedería si yo no existiese. Pronto supuse que la pregunta completa era: qué me sucedería a mí, y la respuesta era nada, pues sin existir no podría interrogarme. Entonces me imaginaba abriendo una puerta, y encontrando un umbral donde había otra puerta, y luego otra, y luego otra... Harta de tantas puertas me ponía a jugar con mis Barbies, que me provocaban otra clase de preguntas.
Por ejemplo, por qué tenía yo ocho Barbies y un solo Ken. Ellas se multiplicaban en mi cajón, pero a nadie se le ocurría regalarme un Ken Hawaiano, que era lo que yo necesitaba. Jugar es inventar, así que invertía la mitad de la tarde en buscar motivos por los cuales mis siete Barbies estaban tan solas, a pesar de poseer una anatomía de infarto. Siempre había una Barbie numeraria (!), una con novio en la mili, una independiente... Al final quedaba la ganadora de mi particular Operación Triunfo, la dueña del corazón del afortunado Ken: una Barbie de rizos color castaño claro y grandes ojos violeta, a la que solía llamar Frances o Sylvia, porque mi obsesión entonces eran los nombres en inglés, fruto de mis excesivas lecturas de Enid Blyton.
Con los años acabaron regalándome el Ken Hawaiano, pero tan rubio y con ese dorado playero más parecía un playboy que un novio formal, y rotaba de mano en mano, respetando sólo a la Barbie numeraria.