El autor de dieciocho puntos incendiarios sobre la vida literaria nos ofrece un auténtico disfrute poético, recital tras recital. Antonio Rivero Taravillo aplaude, como no podía ser menos, su tarea, y se le nombra Quijote en estos tiempos de extravío. Pero él tiene una explicación más sencilla y rotunda: mientras otros gastan su dinero comiendo langosta a diario, él prefiere publicar la poesía que le gusta. Y ofrecérnosla.
Lo importante de este recital fue el público: no había sillas, sino globos. Una impresionante marea blanca de globos, piruletas y libros. Niños jugando sobre una alfombra que susutituía al tradicional patio de butacas. Cuando la poesía comenzó, abrieron mucho los ojos, se sentaron en los brazos de sus padres o en el suelo, entre globos que iban estallando. Fue un recital con música de petardos, pero sin un solo grito, sin una llantina. La poesía amansando a las fieras. Una niña de dos años miraba fijamente los gorros y sombreros de los antólogos, mientras Jose Julio Cabanillas hablaba en voz queda de su gata Jueves, o Elías Moro recitaba una espléndida lista de objetos convertidos en poesía.
Toda esta magia es posible en la fabulosa isla de Siltolá.