Vitoria, diciembre. El brasero de la casa de mis abuelos, donde me pegué un calambrón y me salieron dos botones de sangre en el dedo pulgar por enredar donde no debía.
La calle Vicente Goicoechea, a espaldas de la catedral nueva y con varios bares al fondo que gustaban a mi abuelo para tomar el vermú.
Aquel Boulevard con columpios, una ruleta con barrotes de hierro azul que giraban, giraban a velocidad de vértigo y me hicieron salir disparada. Mis primos acudiendo horrorizados a ver qué había quedado de mí, y yo en el suelo totalmente cautivada, exclamando ¡he volado como Superman!
Aquella casa que tenía dos puertas y una alarma. La puerta blanca de la cocina era llegar y que Montse nos diera turrón de nieve, abrir la nevera y coger un kas de naranja.
La puerta noble, principal, era entrar y ver la Navidad en el árbol verde, eran los abrigos en el perchero y ¡qué frío hace fuera!, mejillas arreboladas y sin embargo, ¡qué bien se está aquí!
La casa de mis abuelos en Vitoria, aquel pasillo largo con un salón en un extremo y un cuarto de estar en el otro, mesas camillas con fotografías bajo el cristal, madera oscura, muñecas y mis abuelos con los brazos abiertos siempre, recibiéndonos.