Estoy leyendo de nuevo el último poemario de Enrique Baltanás,
Trece elegías y ninguna muerte, porque me han pedido una reseña para Poesía Digital. Es un libro poderoso. Los anteriores libros de Baltanás no me parecieron tan poderosos, incluso este no me lo pareció tanto en una primera visión. Es un libro que se abre y crece y crece a medida que lo lees, como un bosque, igual que un laberinto. Comienzas a leer con los pies en la tierra: sabes muy bien a dónde vas, nada puede sorprenderte: ahí te encuentras el estoicismo bien medido y la frialdad exacta.
Pero no. Tras volver algunas páginas estás abriéndote a otros mundos. Gigantescos. Como una sinfonía coral que nunca cesa.
Existen muchas formas de reseñar un libro. La mía es desesperante pero funciona: me leo los poemas uno a uno, muy despacio, a sorbos, de manera cansiiiina. Y escribo con un lápiz un sinfín de anotaciones. Y flechas hacia arriba y hacia abajo. Luego leo muy rápido los poemas, y las anotaciones de los márgenes. Cotejo lo que hay de sorpresa, lo que coincide en todos ellos. Me meto en internet para ver lo que otros han dicho, pero eso más tarde.
Comencé a leer despacio el viernes, en mi último día de trabajo en Sevilla, durante una hora de guardia. Mi última hora de guardia.
El que no es ni ha sido maestro no sabe lo que es una hora de guardia en un colegio. Es el infierno en la tierra. A una colega tuya se le ha roto una uña o se le ha calado el coche, y te deja a sus deliciosos monstruos para que los cuides y les mandes callar hasta el infinito.
En esta ocasión los monstruos eran deliciosos de veras y me dejaron leer tranquilamente, con un millón de post its rodeando mi cabeza metida en el libro. Estaba escribiendo algo sobre las anáforas cuando me interrumpieron. Las anáforas, como en
este poema mesanciano, son un dardo que sumerge al lector en un círculo obsesivo de belleza, pura y rotunda belleza.
Una niña que no trabajaba pero al menos guardaba silencio me estaba contemplando.
- Profesora... ¿qué lee?
- Un libro...
- ¿De poemas? ¿Suyo?
- Nooo. De un poeta profesor de la Universidad de Sevilla...
La niña me mira, muerde el extremo de su boli, se ruboriza y calla. Al ir a consultar la hora, veo de reojo mis mejillas rojas en los dorados antiguos de mi nuevo reloj. Yo también me había sonrojado. Qué secreto, recóndito, el acto de leer un poemario.