sábado, diciembre 26, 2020

Las mejores Navidades de mi vida

Hace muchos, muchos años, cuando yo era niña, luego chiquilla, y al final adolescente, vivía las Navidades en Vitoria, con mis tres primas, mi primo Edu, mis tíos, mis padres y, sobre todo, mis abuelos.




Solía coincidir con mis primos en el piso de Goya el fin de semana anterior a Nochebuena, el de la lotería, y en Madrid pasábamos lo que yo llamaba la pequeña Navidad: Una especie de ensayo ilusionado en el cual gozábamos de las luces madrileñas, del espectáculo de Cortilandia y del escaparate con sabor a tradición americana de la tienda Musgo. 

Nuestros padres ultimaban sus compras y nosotras soñábamos bajo mantas mullidas, nos bañábamos entre pompas de jabón Moussel y visitábamos la juguetería Thomas sin parar de hablar, esperar, hacer planes. Era ese momento radiante en el cual casi había llegado el objeto de nuestro anhelo pero aún no, y nosotros sin saberlo disfrutábamos de ese “todavía”...

Enseguida llegaba el 23 y aterrizábamos en Vitoria, y entonces eran los grandes abrazos de nuestros abuelos en el zaguán o en la cocina, depende de por dónde  entrábamos porque había dos puertas en aquel bendito piso de Vicente Goicoechea. 

Lo primero era rezar dando gracias por nuestra venida a la virgen, que era pálida como la porcelana porque era de porcelana, y tenía un manto de color merengue con puntilla y creo que un rosario rodeándola, como cordel que terminara de atar el regalo. 

Luego, colgar nuestros abrigos y asentarnos cada pequeño nucleo familiar en un cuarto. Y las urgencias de acabar de ordenarlo todo porque ¡teníamos que jugar!  Y adornar toda la casa con motivos navideños. 

Mi abuelo era un artista o mejor dicho un artesano, palabra que a él le gustaría más, y hacía trenes e imitaba el sonido de campanas por medio de palancas y poleas: Había un esforzado Belén encendido, con alguna nueva novedad a cada año que pasaba. 

Corríamos a contemplarlo asombrados, pero no era algo  para admirar sino para vivir. Bailábamos alrededor, colando algún playmobil o dinosaurio de goma que quería adorar, él también.  Siempre había algún pitufo en el portal, puesto allí por mi propia abuela, más niña que todos nosotros.




La tarde del 24 íbamos los primos a los cines Guridi, frente a una portentosa librería,a ver la nueva, la última película de Disney. Así recuerdo haber visto con ellos la sirenita, la bella y la bestia y Aladdín, en la víspera de todo, equipados con grandes bolsas de chucherías de la tienda Gretel, que solo en Navidad me estaban permitidas.

La noche de Nochebuena cantábamos villancicos mientras rodeábamos el Belén encendido de mi abuelo, villancicos normales y otros delirantes que hablaban de resplandores y de San José, sí, pero también de escaleras, frailes y chiguitos que corrían sin solución de continuidad. 

Y antes de cenar venían los regalos. Y, por supuesto, el favorito siempre era el regalo de nuestros abuelos. Nos daban dinero sí, mucho dinero a veces para escándalo de nuestros padres y júbilo nuestro, que esperamos el día 26 para salir en estampida, hacia la juguetería Kolkai  cuando éramos pequeñas y hacia For, Levis, Lola o la perfumería Ibarrondo cuando fuimos ya mayores.

Pero mis abuelos siempre envolvían ese dinero en algún detalle, un calcetín de Papá Noel, un muñequito o pequeño peluche dentro del sobre. Y no regalaban dinero ni fomentaban el consumismo: alimentaban nuestra ilusión y su increíble generosidad. 

***


En esta nochebuena tan rara, en Sevilla y solo nosotros tres, después de ver juntos la película Fantasía de Disney, cantar villancicos y rezar al niño Jesús, antes de la cena mis padres terminaron de resucitar ese espíritu regalándome una cruz de Jerusalén, un cuadro, un par de libros  y, sobre todo, algo de dinerito en un precioso calcetín de Papá Noel. 



viernes, noviembre 20, 2020

Pacheco, el amigo: in memoriam


La infancia, ese lugar al que siempre se vuelve. Es como una casa dorada. Buceo en mi interior y veo risas implosivas, debates filosóficos, misas en Triana. Y tú siempre estás ahí, en el centro.
A lo largo de estos días saldrán, ya han salido a la luz, escritos que hablarán de ti como el insigne filósofo, como el finísimo escritor. Yo solo quiero recordar al gran amigo que fuiste, que eres.

Y son más de cien imágenes: mi madre diciéndote: ven a casa y nos tomamos la última. Y tú: no, que me emborracho. Mi madre: pues no te ofrezco alcohol. Y tú, sonrisa pícara: ¡es que entonces no voy a tu casa!
Tal vez debería borrar este primer recuerdo que ha venido al papel, que no es honorable ni serio... Pero no quitaré una coma: sabías rezar y sabías beber, Chesterton aplaude.





El día en que os encontramos por la calle, a Inma y a ti, justo después de la petición de mano. Cómo sonríe a ella y cómo la abrazas tú. Ya es mía, dijiste, con un mohín de gozo admirado que en realidad gritaba a los cuatro vientos “soy suyo”...

Fuimos a despediros al aeropuerto porque os ibais un año a Inglaterra, y tú ibas a dejar de fumar, y tu hijo Edu te dijo: ya está, papá, tira la pipa. Miré su sonrisa y pensé, es tan especial porque es una mezcla perfecta de las de sus padres.

Cómo hablabas y cómo te reías cuando estabas en mi casa, en las tertulias de amigos. Escuchar voz era entrar en calor. Tu voz era casa, pero no una casa en calma sino una ruidosa, encendida: que incluso cuando yo era muy pequeña me sobresaltaba.
Eran los tiempos de mis terrores nocturnos. También me asustaba el ruido del aspirador, y de forma ingenua empecé a llamar al aspirador “Pacheco”...
Cuando te lo contaron mis padres, -qué vergüenza pasamos a veces los hijos-, te lo tomaste muy a bien, con risa incluida y esta vez algo más suave. Supusiste desde el primer momento que era porque te lo comías y bebías todo en mi casa, como un huésped agradecido.
Con el tiempo, cuando crecí, supe quererte más y más por esa humildad tuya, la de quien tiene frente a él su pecado siempre, como el rey David.

Cómo jaleabas mis poemas, cómo supiste consolarme las pocas veces que en tu hombro lloré. Lo bueno se va siempre, me dijiste. Y yo, optimista hasta el fin: pero entonces lo malo también se irá igual de rápido. Y tú: no, lo malo en nuestra percepción dura bastante. Y mi madre: no le hagas caso a Pacheco que es demasiado romántico.
Pero también eras vital, profundo y tenías profundas creencias. Y eras la viva estampa de la hombría de bien.

Recuerdo el último verano por el monte, hace tan poco, y cómo te veía yo, presintiendo toda una vida lograda. Ni por un momento sospeché que Dios recoge la fruta cuando está dorada y tan madura, en su mejor momento.


lunes, junio 08, 2020

Al son de trompetas

Ayer el cura dijo en misa que Dios es puro baile, porque en su origen la palabra Trinidad evoca una danza en círculo. Me imaginé a las Tres Personas bailando extasiadas, la Una de la Otra y las Dos de la Tercera. Y se me alegró el domingo por la tarde, la semana, el mes y el año entero.

Y no quiero ser irreverente pero los niños nunca lo son, solo imaginativos, y esto que voy a contar lo recreaba yo en mi mente de niña, como un mágico cine exín. Tengo que parar de usar esta metáfora, que parece ya una prenda veja y muy querida, pero es que de pequeña me montaba unas películas emocionantes imaginando a Dios.

Todo partía de la fiesta de la Ascensión, cuando el salmo responsorial dice: "Dios asciende entre exclamaciones, el Señor al son de trompetas." En realidad es aclamaciones pero en mi cabeza de ocho años me imaginaba a un coro de ángeles haciendo ahs y ohs muy admirativos, mientras Dios Padre inflaba los carrillos e impulsado por su propio aire se elevaba por los ídems.

Pero como para mí Dios siempre ha sido Dios Padre y el Señor es Nuestro Señor Jesucristo, pues me imaginaba al Hijo mirándole desde el suelo, sonriendo, y diciendo de repente, en un rapto de duelo juguetón: ¿sí? Pues yo subo más alto. Y se alzaba y subía supersónico, verdadero superMan y verdadero superGod, y su coro de ángeles no sólo exclamaba sino que se convertía en orquesta de jazz, ¡con trompetas y todo, el más chulo del universo!

Y me enorgullecía pensar que mi Dios era un Dios tan familiar que jugaba consigo mismo.