Necesitamos poesía
Hace no mucho, paseando por el bucólico Parque del Ebro,
tropecé con uno de esos feos y sucios garabatos que emborronan paredes
agrediendo el paisaje y lanzando (habitualmente) mensajes de borrasca a deshora. Mi reacción,
que hubiera sido airada, se suavizó como por arte de magia, -la magia de las
palabras-, al ver lo que rezaba el grafiti en cuestión: “Falta poesía, sobra
miedo”.
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Foto mía |
Ni más, ni menos: una radiografía de nuestra sociedad
pintada con trazos negros en un muro invadido por la hiedra. La he recordado en
estos últimos días de septiembre, con el nombramiento de Luis Alberto de Cuenca
como Premio Nacional de Poesía aún fresco en mis oídos.
Es una gran noticia, precisamente porque falta poesía y
sobra miedo. Y la voz de Luis Alberto de Cuenca, el poeta que fuera director de
la Biblioteca Nacional entre 1996 y 2000 y Secretario de Estado de Cultura bajo
el gobierno de José María Aznar, ahuyenta los temores y alegra el corazón al
crear belleza, esa belleza que tanto estamos necesitando.
Porque si la misión de un poeta es crear todo un mundo
imaginario, un universo mágico en el que pueda esconderse y descansar el lector
al leer cada uno de sus poemas, el nombramiento de Luis Alberto de Cuenca no
puede ser más oportuno, un soplo de aire fresco, “una ducha en el infierno”
como silba uno de sus versos. Abrimos El hacha y la rosa, libro que recomiendo
encarecidamente, y nos sumergimos en un planeta dorado repleto de sangre y
fuego, hermosura y amor carnal: un viaje a la Edad Media con licencias
contemporáneas que nos hace soñar. Y falta poesía que nos haga soñar en estos
tiempos.
Una belleza épica y de tintes erótico-festivos, hecha de
invocaciones a diosas blancas, vírgenes y heroínas de cómics:
“Y sobre todo ella,
la que viene de lejos para velar tu sueño,
la que triunfa y se marcha,
Sonja la roja, la rival de Conan”.
Una belleza hecha de registros muy diversos, a modo de
pléyade y retrato del hombre contemporáneo y clásico a la vez, en la que
paganismo y cristianismo conviven precisamente para crear hermosura, una música
que toca cuerdas distintas para despertar numerosas emociones a veces
contradictorias en el lector: desfilan por sus páginas diosas y heroínas como
acabo de nombrar, pero también hay lugar para una fervorosa oda a la Virgen del
Carmen, “ reina de los espacios infinitos”, y conviven palabras como pudor y
culpa junto a cierta persistencia en la imagen de una mujer desnuda bajo un
impermeable, siempre rodeada de un halo legendario:
“Llueve como si fuera a morir alguien
por pecar con las hijas de los hombre […]
Dice, y del impermeable se despoja,
incendiando mis ojos , como siempre,
y prendiéndole fuego al universo”.
Una belleza con un
fondo de ironía que no hace otra cosa que agrandarla. La ironía que flota en el
poema “El desayuno”, por ejemplo, suavizando la pasión y convirtiéndola en
ternura:
“Pero aún me gustas más, tanto que casi
no puedo resistir lo que me gustas,
cuando, llena de vida, te despiertas
y lo primero que haces es decirme:
“tengo un hambre feroz esta mañana.
Voy a empezar contigo el desayuno”.
O como sucede en el poema “Eterno femenino”, en el que
recrea una fantasía donde una serie de mujeres bellísimas le psicoanalizan y
cuando se van a despojar de las ropas, se le ocurre pensar al protagonista del
poema que tanta suerte no puede ser cierta,
“[…] De manera
que opté por escapar. Cerré los ojos,
me encomendé a mi madre y a mi novia
y, dejando el diván, salté al vacío”.
Y, por último, una belleza clara, que aunque no abandona el
culturalismo, se lee con facilidad y agiganta la idea de adentrarnos, con sus
páginas, en un universo maravilloso como de cómic. No en vano la línea clara,
corriente poética en la que se suele encuadrar a De Cuenca, nace del cómic y
fue abanderada por autores como Hergé. Para el creador de Tintín, la
ilustración debía ponerse al servicio del la narración, y está al servicio del
lector. Los versos de Luis Alberto de Cuenca también parecen estar al servicio
de una narración lírica, y nos llegan con claridad luminosa aunque hablen de
seres mitológicos, de guerras y de amores algo turbios. En el libro abundan los
adjetivos que giran en torno a esta idea (diosa blanca, flor blanca), pero aparecen
siempre como paradoja, una blancura que encubre la zozobra o el deseo culpable.
Por eso encuentran eco en el lector del siglo XXI y llenan ese hueco que
denunciaba la pintada del parque.
Y esta luz que nace de versos oscuros provoca también una
pregunta en los lectores: ¿la poesía sirve para aportar luz (claridad) o
misterio (oscuridad) a nuestra vida? Un poco de cada: en una reciente
entrevista al periódico El País, el poeta afirmaba: “soy un poeta de línea
clara que se está volviendo oscuro.”