Dedico este post a Naiara, que me enseñó a amar la música, y a Merl, que hoy cumple años.
En Logroño hay otra librería que me gusta, y no es Castroviejo. Se llama Quevedo, y en ella compro revistas de belleza y moda.
Está situada en frente del parque del Espolón, algo que empieza ya a sumarle magia al lugar: sobre todo en invierno, con los árboles desnudos. No tiene puertas, abre al mediodía y es un espacio diáfano, sin barreras, lleno de luz.
Venden best sellers de categoría, bien escritos, como El haiku de las palabras perdidas, de Andrés Pascual, o Mientras ella sea clara, de Carlos Villar.
Estuve en la presentación de ambas novelas. A la primera, celebrada en el Riojafórum, me invitó el rector de mi universidad, y en el precioso acto repleto de reverberaciones japonesas me regalaron una grulla de papel pintado. A la segunda me invitó el propio autor: el centro cultural Ibercaja estaba repleto y las palabras flotaban en el aire hechizado.
Lo que diferencia a una librería de un supermercado de libros, al menos uno de los síntomas, es la música. Entras en Castroviejo y te envuelve el jazz. En Quevedo también hay música, un tañido de campanas renacentistas que me hace cerrar los ojos para aspirar la melodía.
Le pregunto al librero si es Radio Clásica lo que suena. Él se sorprende. No a todo el mundo le gusta, me dice. Y me recuerdo años atrás, comentando que Mozart me aburría de muerte. Y cómo domesticaste mi corazón, diciéndome que un poeta no debía ignorar la belleza de la música clásica. Y cómo brillaban tus ojos, con indecible triunfo, la primera vez que yo cerré los míos para disfrutar de Mozart.