Se trata de un poema que hice en Madrid, después de que me cortejara un taxista.El número cinco o seis de una serie de historias delirantes, porque a mí nunca me ha pretendido nadie medianamente normal. El poema del taxista se ha convertido en prosa por exigencias del guión, del tempo interno de la anécdota. Ahí tienen el resultado.
EL TAXISTA
Andaría por los treinta, digo yo. Treinta y cinco o así. Barriga incipiente, cabello desmañado y unos ojos que tapan media cara, azules, con chispitas bailando. Cómo iba a imaginarme yo, pobre de mí, un galán de estación en este hombre cuando me abrió la puerta, apagó la luz verde y le dije “Goya setenta y siete”. El piso de mis abuelos. Por hacer bonito añadí unas pocas palabras, “qué bien está Madrid en este otoño”: nada especial.
Surcábamos las calles ya cercanas al Retiro, la verja con el fondo de copas amarillas y violines. Siempre me ha gustado el Retiro y lo dije, más que con las palabras con un gesto, mmmm... De pronto se le puso cara de colegial en vacaciones, y me habló del otoño, su hermosura y mi propia hermosura. Me miraba por el retrovisor, entre atrevido y tímido. Yo respondía a veces con sonrisas vergonzosas y, ya cerca de casa, le dije: qué te debo.
Me debes ver mañana, te parece, tomamos un café donde tú quieras. La verdad, no me lo esperaba. Hice acopio de todos mis modales, mis mejores sonrisas para no. Te invito, dijo entonces. De ninguna manera, oye, es tu trabajo. Dime al menos tu nombre, barbotaba el tío caradura, con ojos de perro de peluche flaco y bizco. Rocío, sonreí, después de darle cinco euros setenta.
Andaría por los treinta, digo yo. Treinta y cinco o así. Barriga incipiente, cabello desmañado y unos ojos que tapan media cara, azules, con chispitas bailando. Cómo iba a imaginarme yo, pobre de mí, un galán de estación en este hombre cuando me abrió la puerta, apagó la luz verde y le dije “Goya setenta y siete”. El piso de mis abuelos. Por hacer bonito añadí unas pocas palabras, “qué bien está Madrid en este otoño”: nada especial.
Surcábamos las calles ya cercanas al Retiro, la verja con el fondo de copas amarillas y violines. Siempre me ha gustado el Retiro y lo dije, más que con las palabras con un gesto, mmmm... De pronto se le puso cara de colegial en vacaciones, y me habló del otoño, su hermosura y mi propia hermosura. Me miraba por el retrovisor, entre atrevido y tímido. Yo respondía a veces con sonrisas vergonzosas y, ya cerca de casa, le dije: qué te debo.
Me debes ver mañana, te parece, tomamos un café donde tú quieras. La verdad, no me lo esperaba. Hice acopio de todos mis modales, mis mejores sonrisas para no. Te invito, dijo entonces. De ninguna manera, oye, es tu trabajo. Dime al menos tu nombre, barbotaba el tío caradura, con ojos de perro de peluche flaco y bizco. Rocío, sonreí, después de darle cinco euros setenta.
5 comentarios:
Chica, ¡estás sembrada! Sigue ejercitándote y deleitándonos. ¿Dónde quedó "El mar" que leí anoche? Me pareció sublime, por favor no lo deseches: un mar tan inmenso no puede desaparecer así por las buenas.
Muy plástico eso de los ojos que tapan media cara
No sé, después de colgarlo me puse a dudar, y la duda no es buena... Pero "sobre tu palabra", volveré a colgarlo, y gracias por los ánimos.
"mis mejores sonrisas pero no", pondría yo.
Quitaría lo de "barbotaba el tío caradura".
¡Besos!
Qué ilusión volver a recordar esta historia en versión lírica. Otra para bloggerías.
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