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jueves, febrero 11, 2010

Mirar el fuego


Foto hecha por mí en la Avenida de la palmera, Sevilla


Ya tengo en mis manos mi tercer poemario, Mirar el fuego, publicado en Pre-Textos y largamente esperado... ¡Laus Deo!
Ayer me llamaron para decirme que ya estaba, recién sacado a la luz, y que me lo mandaban. Lo celebramos, mi madre y yo, en un recóndito bar gallego de barrio que nos encanta. Pedimos pulpo a feira, empanada y vino de Rybeiro, que nos lo sirvieron en una jarra de barro cocido y dos cuencos de loza blanca. LLené mi cuenco, pese a que bebo muy poco alcohol normalmente, y el vino de color dorado me obnubiló.
Hoy lo tengo físicamente aquí, y he comido en mi casa con Chinto Chabola, mano a mano, un arroz con guacamole de mi invención que sabía a cielo infinito. Y luego, pudding de frutas del Cortinglés, que es el paraíso glucémico. Acto seguido he maquillado a una serie de señoras de una asociación cultural y he llegado a los cines a tiempo para ver, con mi madre, Up in the air. Madre mía qué pedazo de George Clooney. Qué ciega he estado. Cuando sonríe creo que hasta los ángeles dejan de respirar.
Termino el día recitando la oración de mi abuela para expresar conformidad con la Voluntad Divina: Señor, como hoy siempre. Mejor cuando quieras. Peor, ¡ni se te ocurra!

domingo, septiembre 21, 2008

Tejados y caipirinha

Para Lalo y María

"Hace sol y viento, pero va a llover". Digo, y salgo a la terraza. Estoy en Ronda y me invade la visión de los tejados con el fondo de árboles y rocas. La torre de alguna iglesia. Y, en primer plano, un estanque con peces naranjas. Es que, si no pones peces en un estanque, se te llena de insectos, me dices tú. El sol se va enfriando como en una película de terror, el cuento de Caperucita. Y se hizo de noche en el bosque... El sol, cada vez más pequeño y naranja, forma un pliegue en el visillo y alguien enciende la tele. Ya son las ocho.
Cenamos bacalao al pil pil, arroz con pasas y caipirinha. La caipirinha, como el tequila, tiene su rito. La lima verde, ácida y fresca, se cubre de azúcar y se muele con un mortero. Después se completa el vaso alto, de cristal grueso, con hielo picado a mano. Y, al final, un golpe de limonada, dos hojas de hierbabuena y un trago de vodka. En verdad es con Cachaça, aclaras con honradez. Pero no me importa. La habitación se ha ido llenando, lentamente, de sol y burbujas verdes lima.

viernes, junio 27, 2008

Espaguetis a la gallinara

En mi casa existe una discusión casi centenaria que se reaviva dos veces por semana aproximadamente, es decir, siempre que mi madre o yo nos disponemos a cocinar pasta.
El diálogo bipolar gira en torno al tomate frito o al aceite de oliva para acompañar los lazos, plumas o tallarines que agitan los hervores del agua en el fuego. Sé que hay más posibilidades, pero la nata y la mantequilla quedan descartadas por insanas. Y luego están las recetas surrealistas, como los espaguetis criollos al huevo y medio que inventamos Beades y yo en una cálida tarde de julio.
Ese plato consistía en cocer la pasta y luego darle el último toque en una sartén donde previamente hemos sofrito unas cebollas, tres huevos (uno y medio por cabeza), y adobo criollo, que es una mezcla de sal, ajo y orégano que compramos en Puerto Rico.
Pero, para diario, en casa hay dos opciones: tomate frito o aceite de oliva. Sin embargo, hace una semana descubrimos una forma más o menos saludable de salir del tablero de ajedrez que gobernaba nuestros platos de macarrones desde el año de Adán niño: los espaguetis a la gallinara.
Para disfrutar de esta gran receta hay que haber comido pollo el día anterior. El pollo se rellena con medio limón y se cuece en la olla con aceite, sal, un chorretón de vino y mucha, mucha, mucha cebolla. La salsa se pasa por la minipimer y siempre sobra en abundancia, esa es la maravilla.
Al día siguiente preparas tus modestos macarrones, abres la nevera y oteas el horizonte en busca del tupper con la salsa del pollo. Estará en estado sólido. Pones un cucharón sobre la pasta, y al microondas. El resultado es inefable: tus macarrones, mediterráneos a más no poder, saben a limón, a pollo y a cebolla, a guiso de la mamma.

Aclaro: soy lega en esto de la cocina. Hasta ahora "tocaba una sartén y me daba un calambre", como dice el cuñado de EGM. Pero me estoy convirtiendo: a la cocina, a la pasión del fútbol... Lo aclaro porque quizás, a lo mejor, estoy descubriendo el Mediterráneo con esta recetilla.

domingo, julio 15, 2007

La media naranja

No me gusta la cocacola light, pero es lo que suele haber en casa. Es uno de los restos de una dieta fallida, de la que sólo quedan los veinte largos diarios que nado en la piscina y el triste propósito de no picar entre horas. Es el régimen del fifty fifty: el McDonald prohibido, los helados, imprescindibles. Y de beber, cocacola light, que no me gusta.
Lo que me gusta es la fanta. Y los pastelitos de la pantera rosa, fantástica basura rosa que rescata mis veranos en Maestu, con nueve años y los bolsillos del peto blanco reventando de chuches. Porque cuando yo era niña las porquerías estaban prohibidas durante el invierno. Y durante el verano también, sólo que en Maestu la ley perdía vigencia debido al poco apoyo de mi abuela, que decía: los padres educan, los abuelos deseducan. Y financió un concurso surrealista de helados entre los primos. Ganó C. al zamparse catorce mikolosales de nata y fresa en una tarde, y es un récord recordado en la familia y elevado a la categoría de leyenda.
No me gusta la cocacola light, y por eso he inventado un remedio. Plan A, tirar la ristra de latas a la basura. Plan B: el refresco de la media naranja. Consiste en partir media naranja de zumo en cuatro gajos y dejarlos macerar en en vaso alto, con cubitos de hielo y la insípida cocacola. Diez minutos en la nevera. Así desfoga el useño refresco, se le va el gas sobrante y desprende un aroma de patio de naranjos que emborracha los sentidos. Me estoy aficionando tanto que ya me gusta más aún que la fanta de naranja...