En los días anteriores a mi visita al dentista, cálidas y mojadas tardes del reflexivo mes de septiembre, me sentía yo como alguien a quien de un momento a otro va a caer una piedra de lo alto. Era una de esas sensaciones agudas que no se pueden evitar, así que intenté sobrellevarla con buen humor. El buen humor consistía en encogerme un poco aguardando la pedrada y, como remedio final, recordar y leer de nuevo aquel poema de Miguel d´Ors en el que con tanta lucidez se expone la Maldición de la Piedra, Pues vaya con la divina Providencia:
[...] Imaginad ahora
una piedra salida
de la Mano Divina
cruzando siglos-luz por los que rotan
con música callada las esferas,
una piedra en el vasto
silencio de los mundos.
Pues yo apuesto un millón
a que adivino en qué cabeza cae.
¡Es eso! ¡Es eso!, pensaba yo mientras me adentraba en el intrincado mundo de la limpieza bucal. Unos minutos más tarde me confirmaban que tenían que sacarme la muela del juicio. Ya está aquí: la Piedra. Pedí cita resignada y me dispuse a hacer un pedido a Lush para que las cremitas, jabones y bálsamos suavizaran el inminente golpe.
Y entonces la Justicia poética entró en juego: el mismo día en que me quedé sin juicio, llegó el oloroso camión de reparto a la verja verde de mi casa, con cacao al chocolate para mis doloridos labios, y con un frasquito de crema americana para aromatizar mi apaleado cuerpo y mi electrizada cabellera...
Y es que Dios castiga sin palo ni piedra, vale, pero acaricia sin palo ni piedra también.