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martes, mayo 03, 2011

Historia de la anodina y el hombre cañón

He tenido un sueño.
Un sueño como de película, rodado en blanco y negro.
Yo vivía en París, y quería alquilar uno de esos apartamentos ultramodernos que se ocultan tras una fachada antigua de piedra gris, portón con arco de medio punto y tejado de pizarra, en pleno barrio diplomático. Iba a visitar la casa que pretendía poseer y me la enseñaba un matrimonio, conduciéndome a lo largo de pasillos blancos, con techos entelados y cortinas inmensas. Pero yo sólo tenía ojos para mis anfitriones.
Ella me cayó mal desde el principio. Se parecía a Andie McDowell y era completamente anodina. Mi opinión, de todas maneras, era muy poco objetiva, porque me gustaba él.
Era todo lo que debe ser un hombre: elegante, alto, con manos poderosas y cierto aire intelectual. Olía a tierra húmeda. Sonreía poco y muy bien, con ráfagas de luz que iluminaban lo oscuro. Su mirada era también oscura y luminosa, de lluvia con sol deshilachado.
Me encandilaba abriendo puertas con sus manos de pianista victorioso. Sus ojos ejercían sobre mí la atracción de la piedra imán.
Terminé de ver el apartamento y bajé al zaguán por las estrechas escaleras con él acompañándome, porque debía abrir la puerta con su llave dorada. Al trasluz me giré para mirarle, con la puerta ya entreabierta, y bajando los ojos le dije que sentía hacia él la atracción de la piedra imán. Él se inclinó sobre mí sonriendo y me dio las gracias. Se alejó para subir las escaleras y yo me quedé en el ángulo de sombra, en el zaguán, esperándole. Se detuvo en el rellano, con el pelo alborotado por un rayo de luz.
Volvió hacia mí para besarme. Fue lluvia, fue viento. Sus manos caminaban por mi pelo hacia su patria última.
Nos fuimos de la mano hacia un lugar que ignoro. Sonaban los acordes de jazz de un disco antiguo, pero tras un segundo, ya despierta, supe que lo que sonaba en mi cabeza era los acordes de mi despertador.

martes, octubre 06, 2009

Chocolatinas Bounty

Tenía quince años, un pavo delirante y un miedo que esconder. El ambiente que me rodeaba era crudo. De acuerdo, vivíamos en París, y los fines de semana nos íbamos en coche a ver el palacio de Versalles, o gastábamos una mañana en el Louvre. Pero, de lunes a viernes, mi vida en el Liceo era bastante dura. Había droga y lo sabíamos. Había peleas, broncas más o menos veladas, puñetazos sobre el suelo de plástico verde. Había todo el sexo que nunca me dejaron ver en las películas.
Había dos patios, uno cubierto y otro sin cubrir. Y llovía siempre. Recuerdo los bancos corridos, de conglomerado barato, y el olor a cigarros buenos y a cigarros malos en los aseos, ante un gran cartel que decía prohibido fumar. En el patio cubierto había una máquina de café y otra de chocolatinas. Yo siempre solía tener diez francos en el bolsillo: supongo que me los daba mi madre para que me comprara una cocacola, pero al segundo o al tercer día, en medio del chute crónico de realismo sucio, descubrí el chocolate Bounty.



Era la cosa más dulce de la tierra. Dulce de coco cubierto de chocolate, en la dosis justa para inyectar a la mañana un poco de lucidez. Los primeros mordiscos eran cálidos y lentos, el cacao se derretía entre mis dedos. De sus encantos habla, cómo no, el delicioso blog del chocolate. Yo ni siquiera me atrevía a cerrar los ojos, por si Véronique la gótica me clavaba sus largas uñas negras en la espalda.
En París empecé a escribir. Primero, pequeñas piezas de prosa, y luego pequeños poemas sentimentales. Se me daba mejor lo primero que lo segundo. Tuve un profesor de lengua y literatura que era un mago, que nos encandilaba, que jugaba con las palabras y con nosotros. Nos leía fragmentos de libros. Nos obligaba a escribir. Yo quería que todas las horas fueran para su asignatura, porque además hablaba con una autoridad inaudita en un lugar como ese. Y me dijo que yo tenía que estudiar filología hispánica, y que llegaría a publicar libros. Y todo era verdad.

Hoy he visto en una tienda las famosas chocolatinas Bounty. Y, rompiendo las elementales reglas de la sensatez, he comprado una.

lunes, junio 01, 2009

La desertora

Volví de París a los dieciséis, la edad terrible, y en mi colegio había cambiado todo. Todo era el ambiente, la clase, mi pandilla. Con catorce años disfrutábamos, a escondidas, de los últimos retales de la niñez. Jugábamos al teje con un estudiado aire de aburrimiento, como diciéndonos "no hay mucho más que hacer". También nos peleábamos y dividíamos en grupitos de tres o cuatro, como se dividen las nubes. Yo solía pasear por el césped charlando de política con Vicky la pelirroja. Eran los últimos años de Felipe y estábamos en plena emoción del cambio. Yo era más bien de derechas, y mi amiga, de derechas y ecologista. Cuando nos dio por exterminar una plaga de orugas, ella dejaba oír sus protestas y barbotaba frases inconexas sobre el ciclo vital.
A los dieciséis la política, el juego, las rivalidades tontas e inofensivas habían dado paso a un único interés: el viernes por la noche. Me gustaba la costumbre de sentarnos en corro, en el duro asfalto, a charlar sobre el viernes anterior ("vimos a Jaime...") y planear el futuro viernes ("me dejan hasta la una...") Al principio eran las meriendas en el McDonalds y las piraguas en el río, al llegar el verano.
Luego vino la discoteca y los garitos pijos de Los Remedios, y maldita la gracia que tenía, al menos para mí. La noche, el humo, el carmín rojo, las prisas sudorosas. Y el alcohol malo, alcohol de quemar. Me cogía un pellizco en el estómago la idea de llegar sola a casa, por la noche.
Y el reproche sordo de mis amigas, ¿por qué te cuesta tanto salir con nosotras los viernes? Lo veo todo ahora como en cine exín, desde mis treinta años, y pienso que no debían entender nada. Para ellas era yo una desertora.

miércoles, febrero 25, 2009

301

Era de noche y volvíamos a casa. Sentadas en la parada de autobús, de incomparable marquesina de PVC transparente que en primavera, verano y mitad del otoño provoca efecto invernadero, rumiábamos los últimos minutos de un domingo más que se nos iba. Del otro lado del telón aguardaba el lunes, ya sin lluvia pero igual de negro que un paraguas de caballero. De caballero a la antigua usanza, claro, no de los que andan ahora con la corbata sembrada de piolines. Estábamos solas y calladas.
Y de lejos llegaron dos seres como metidos en un aura, ay el aura, será blanca o negra o de colores. Estos dos venían rodeados de chisporroteos de fuego alegre, si no fuera cursi diría que nimbados, deja ya el almíbar tú que te quemas, pues nada, bendito punto y aparte.
Son mimos profesionales, dijo mi madre en voz baja. Qué van a ser, lo que son es amigos o novios o qué se yo, muy besucones no eran, sólo se abrazaban, se enlazaban y bailaban. Con dos bufandas. Y reían, reían sin parar, pero con una risa como banda sonora de peli americana, de las que no molestan porque parece que van por dentro, a juego con el ambiente. Y se ponían a bailar claqué entre risas, fredasterianos, y yo le empezaba a ver ya la trampa al domingo de posguerra que me había fabricado, y la marquesina di que sí, transparente para así filtrar los rayos solares, lunáticos, el aire y el agua en danza.
Sois geniales, tíos. Tendría que haberlo dicho. Pero me iban a tomar por rara, cuando pa raros, ellos. Benditos raros.

P.S.: Esta es mi entrada número 301, pero perfectamente podría haberse tratado del número de la línea del autobús.

jueves, mayo 29, 2008

Por fin, otro poema

Pampaluna te inspirará, me dijo Sonsoles. Y tenía razón.

MIEDO

Con tus ojos oscuros encendías
el mundo, con tus ojos arrojados
como piedras al río de mis ojos
donde las ondas iban destejiéndose.
En la primera onda tu silencio
provocaba lejanos cataclismos
y la serenidad de tu sonrisa
despertaba caballos en la nieve.

Del salón en el ángulo oscurísimo
desde donde te miro, tengo miedo.
Tus ojos abren una puerta gris
y es el invierno todo, con sus brazos
de sombra.
Han crecido los años y los árboles,
pero en Mayo me sigues dando miedo.

viernes, mayo 16, 2008

Y van bien vestidas

Sofía y yo, en medio de la nieve del Norte, disfrutábamos de una semana blanca. Teníamos veinte años y estrenábamos chalet, el chalet nuevo de sus tíos. Desde el mirador de cristal veías la nieve, y por detrás había una calle normal, con carretera, otras casas y un estanco. Y dos contenedores de basuras: uno verde y otro azul.
Solía tirar la basura José, el tío de mi amiga. Tarde tras tarde, a las seis, se calzaba unas botas y se colgaba las bolsas al hombro con gesto antiguo.
José había cumplido su tarea hacía, por lo menos, media hora. Sofía empezó a ponerse nerviosa buscando tres billetes de cinco mil pesetas. Tres hermosos billetes azules que se perdieron en la basura. Como un flash doloroso recordó el gesto, la bolsa blanca, la mano furtiva.
Salimos a la calle con un taburete del cuarto de baño y un palo larguísimo. Yo sostuve la tapa del contenedor y ella, subida al banco (y vestida con vaqueros de Zara y chaquetita roja de Carolina Herrera), metió medio cuerpo para revolver las bolsas con el enorme palo, que crecía por segundos.
Anochecía. La nuestra era una calle alegre y colorista: pasaba gente. Puede oír cómo una chica murmuraba "cómo anda el patio". Y un hombre guapísimo, de ojos profundos y nariz barroca, se nos quedó mirando y dijo, como para sí, con gesto soñador:
- Y van bien vestidas...

miércoles, noviembre 28, 2007

Adaldrida furiosa (o el poder de la mente)

Hace algunos años venía con mucha frecuencia a mi mente la imagen de un hombre con traje impecable, manos implacables y "mirar de fuego detenido". Sus ojos tenían un poder terrible, sonreían con seriedad. Con el tiempo se convirtió en un tema literario, lo que no tuve nunca ni tengo ni tendré. La imagen palidecía.
Ahora, ese hombre es para mí una prueba evidente de que la tentación se puede superar. Con tentación no me refiero a algún trato carnal que no fue nunca posible, sino a dejar de ser dueña de mis pensamientos. Un mundo paralelo en el que él y yo... Y la imaginación deja vía libre a los puntos suspensivos, y qué dulce es la cuesta por la que rodamos sin remedio.
Ante eso sólo vale la humildad de saberse frágil, de ejercitarse en movimientos de despego, maniobras de distracción. En ocasiones la única estrategia es olvidar que hay algo que olvidar. Lo dice Mai Meneses: "Si supieras cuánto tiempo gasto al día para no pensar en ti..." Ahora, cuando alguna amiga me confiesa que "no pudo evitarlo", sin juzgar a nadie soy yo la que no puedo evitar preguntarme, "¿de veras no pudiste?"

miércoles, agosto 29, 2007

El amor, el lobo

UNA HISTORIA DE MIEDO

Caperucita iba caminando por una gran avenida de la ciudad al atardecer. Las farolas comenzaban a encenderse. Se le acercó el leñador, que olía a campo y llevaba una horrible camisa de cuadros, como todos los leñadores. Tenga cuidado, le dijo; tenga mucho cuidado porque por aquí puede venir el lobo.
- ¿Qué señas tiene, dígame usted, para que yo lo identifique como lobo y tenga cuidado?
- El lobo tiene buenas intenciones, eso es lo peor. El lobo no quiere ser lobo, pero es que lo lleva en la sangre. Tiene muy buenas formas y le gusta hablar. Se acerca y le habla como cualquiera. Puede hablar del tiempo o de Gustav Mahler, porque es muy culto. Es inteligente, intuitivo e imaginativo, vamos, muy “artístico”...
- Me lo está pintando usted muy bien, como para marido...
- El único problema es... no se asuste... hay un problema.
- ¿Bien?
- No debe contrariarle. No le contraríe nunca. Tampoco debe darle la razón como a los tontos y los locos porque se enfada.
- Entonces, ¿qué debo hacer?
- Ése es el problema, que uno nunca sabe qué hacer. Es como un laberinto, o como el piso de una casa antigua, uno nunca sabe dónde está la madera que cruje. Cuando dices la palabra errónea, el lobo aúlla, rompe vallas, se desborda, es una desgracia, señorita. Como el amor, pero en malo.
- ¿Cómo “como el amor”?
- Quiero decir que el amor aúlla y rompe vallas, pero eso es bueno, ¿no? Es como eso que dicen del fuego y el infierno, cuando donde hay fuego es en el cielo...
- ¿Hola?
Caperucita se está divirtiendo. El leñador teólogo sugiere que el amor es fuego, y que San Juan dice que Dios es amor.
- Así que el cielo debe ser una latitud cálida. Nada de nubes azules con angelitos tocando la bandurria, que te aburren de muerte. Lo dijo algún santo. Tomás de Aquino, creo, o Chesterton.
- Se está yendo usted por las ramas. ¿Qué hay del lobo?
El leñador piensa un poco antes de contestar.
- El lobo no existe, era una mera excusa. Quería hablar con usted un ratito para pedirle que se case conmigo. Ya ve, tengo treinta y cinco años y una profesión honrada. Soy un poco hortera vistiendo pero eso lo cambia usted en un pispás. Y soy católico como usted, hasta he citado a Juan el evangelista, a Santo Tomás de Aquino y a Chesterton...
- Pero GKC no es santo.
- Pero a usted le gusta leerlo, como a mí. Otra cosa que tenemos en común.
Caperucita mira al leñador, intrigada. Está empezando a enamorarse, pero de pronto piensa que el leñador es formal, culto e imaginativo. Muy “artístico”. Se cruza de brazos.
- No me casaré contigo, Robbie.
- ¿Por qué no, Cara? Me estás contrariando, pero para que veas que tus sucios pensamientos no son ciertos, me voy. Mañana, si te encuentro, te lo preguntaré otra vez.
Cara se queda mirándolo de lejos, tristona. El leñador es muy listo... y muy guapo. Ahora tiene miedo a que no sea él el lobo.