Toda la mañana rodando entre bicicletas y peluches me ha dejado un sabor de fiesta a destiempo en los labios. Cuarta planta del Corte Inglés, juguetería. Manu y Jaime lo miraban todo con ojos grandes de sorpresa. Me voy haciendo mayor, pienso al ver una docena de árboles de navidad rodeados de papanoeles, ¡si todavía no ha empezado el Adviento! Pero pronto me va atrapando el encanto del espumillón, y voy adentrándome en el rosa algodón de azúcar que tanto me fascinó de niña. Y descubro que siguen existiendo los Nenucos, las Nancys y el Gusiluz. Un mundo de color, la luna fluorescente en el cielo del cuarto de jugar. Castillos que se convierten en prácticos maletines, y así puedes guardar todos tus sueños junto al bocadillo de media mañana.
Y me he descubierto dando la vuelta a una caja de cartón para mirar el precio de una muñeca repollo. Si quieres regalármela por mi cumpleaños, puedes hacerlo. Doctor, doctor, me gustan las muñecas, ¿es grave?
La velada terminó en la librería Tarsis, aspirando el olor de los comics de Hergé. Ya los tengo todos, decía Manu. Y corría con su hermano de un lado para otro buscando los libros de Jerónimo Stilton. Mientras tanto yo, en una esquina oscura, descubría el teatro completo de Oscar Wilde, que también sería un gran regalo. Muñecos y libros se dan la mano bajo el muérdago, me devuelven a mis ocho años, cuando inventaba mundos para mi hija Maite y empecé a leer aquellos inolvidables libros de pasta dura de color rosa fucsia.