En Sevilla, en la puerta de Jerez, había una capilla medieval hecha de piedra medieval, con una ventana gótica y delante tres arbolitos: una maravilla. Entrabas y el retablo en dorado pálido, la Virgen serena de cara redonda y rubia te conectaban con un mundo sobrenatural, hablaban a gritos, "venid, adoradores de la Belleza".
De pronto decidieron que la piedra estaba oscura y deteriorada, y metieron a la capilla dentro de un horrendo saco verde por espacio de un año. En el primer golpe se cargaron los tres naranjos que velaban ante la ventana ojival. Cada vez que pasaba por allí pensaba en tres palabras: "mi Dios maquilladito". Se maquilla lo que necesita arreglo, pero la Belleza no necesita restauración: según algun os lo que necesita es una mordaza, el grito de aquellos muros era demasiado callado para nuestros oídos dodecafónicos.
Cuando retiraron el saco verde en un simpático abracadabra, no había iglesia, sino lo que podía ser una heladería ultramoderna, pintada con estuco veneciano de color vainilla. No he entrado a ver el interior, porque aún no está abierto al público, pero cuando lo abran no volveré. No soportaría la vista del retablo en dorado chillón, ni las ropas de la Virgen retocadas con pintura Titanlux.
4 comentarios:
Magnífica entrada, empezando por el título. Es verdad que a veces las obras de arte pierden algo cuando se restauran, el misterio del paso de los siglos, como si todos los seres que las han mirado y (en su caso) han rezado en o delante de ellas, hubieran dejado un poquito de sí mismos. Pero, quizá por deformación profesional, entiendo que las buenas restauraciones son necesarias y que, como en todo, la clave está en la medida. Entonces podrías pensar (y yo contigo) "mi Dios restauradito".
Querida Ro, cuan acertada entrada -qué consonancia más fea...- Por esos mismos motivos que esgrimes no me gusta a mi el Retablo de San José, con su pan de oro reluciente y sus angelitos como sacados de un catálogo de Mango.
Hablando de retablos, en mi reciente visita a tierras lusas me he dado cuenta de que el retablo de Torreciudad, en alabastro, tiene un primo hermano en la capilla del Palacio da Pena de Sintra. Claro que entre ambas obras median unos 4 siglos de diferencia y el más antiguo, el de Sintra, es de pequeñas dimensiones comparado con la gran obra de Mayné. Ambos son retablos delicados, serenos y cuidadosos. Mueven a la piedad y a la contemplación y al silencio.
Perdón por la extensión, pero te debía un post, amiga Ro.
La verdad es que me cuesta imaginar un templo gótico de color vainilla. Y no es que me disgusten siempre los colores vivos en las iglesias: en Perú o en México descubrí fachadas barrocas rojas, azules o amarillas con molduras intrincadas y blanquísimas, que me parecieron una fusión divina de repostería y arquitectura.
Hay restauraciones a las que debemos acostumbrarnos. Es un buen consuelo verlo como un privilegio: podemos admirar la obra igual que aquéllos que la vieron recién terminada, y gracias a ello nuestros descendientes la admirarán como lo hemos hecho nosotros. Y habrá entonces que volver a restaurar...
La limpieza de algunas catedrales góticas me ha reservado asombros. El tristísimo gris de lluvia y humo de la catedral de Oviedo se convirtió, una vez limpiado, en un dorado trigueño como el de la de Segovia. Y el gris elegante de la catedral de Burgos, que ya así me parecía maravillosa, pasó a ser un blanco purísimo que se teñía de vetas rosadas en la fachada principal: un rubor de princesa.
Hay otras veces que la versión restaurada me gusta menos que la "sucia" de toda la vida. El consuelo me viene entonces de pensar en la de teorías que habrán tenido que revisar, a toda prisa, los eruditos de turno. Que se descubriera que el caballero de la mano en el pecho tiene un cuerpo bien visible, o que los colores originales de la Capilla Sixtina hayan resultado ser ácidos y crudos, no deja para mí de ser una burla póstuma que dedican los antiguos a cuanto los modernos creen saber perfectamente.
(Sin embargo, ¡espero que a nadie se le ocurra jamás repintar el Partenón!)
Genial Prendes, ¡gracias por visitarme! Y gracias al lisboeta Fernando, y por supuesto, al canario Carlos por romper una lanza... pero no de color vainilla.
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