Estuve aparcada en mi silla de ruedas en un rincón, en una tienda de sillas y mecedoras. Mi madre iba y venía por los recodos sinuosos de la tienda, en penumbra, mientras yo esperaba pacientemente en mi rincón viendo una mecedora antigua de rejilla y madera modernista. Esta me la compro, catapúm, pensaba. Es como las que tienen mis abuelos en Maestu. Sueño con un suave balanceo frente al balcón lleno de luz, con una comedia de los Álvarez Quintero en mis rodillas.
De pronto una madre joven aparca junto a mí una silleta de metal rosa y lona azulada. La aparca y se va. De la silla emerge una niña como de tres años, mejillas rojas y coletas. Que trepa por su asiento para salir o caerse o jugar al eterno balancín.
- Cuidado que te caes, le digo con angustia. Y no podré ayudarte, pienso. Ella me mira. Mira mi pierna.
- ¿Por qué no tienes un zapato?
- Porque me caí... mira, tengo una escayola.
A ella no le interesa la escayola. Gira la cabeza, mira mi silla, me sonríe gorjeando y musita:
- ... Y tienes cuatro ruedas, como yo.
Toda mi condición ontológica expresada en una sola frase, y con un clarividente dedo manchado de nocilla, señalándome.
domingo, julio 31, 2011
lunes, julio 25, 2011
Crónicas de Patachula, II
Cuando ves la vida desde una silla de ruedas, comprendes muchas cosas.
Los niños y adolescentes, que no saben disimular, te miran raro. Algo hay en la silla negra y en el que va en ella, sin poder moverse, que impone respeto y temor, el temor a lo extraño y lo feo, el indecible horror a lo grotesco.
Queremos ver la calle rebosando de vida, niños jugando al sol, chicas con su rabioso piercing incitando, ojos azules y melenas rubias. Las piezas del puzzle que no encajan deberían amontonarse al otro lado de la acera, pensamos inconscientemente, sin pensar.
Del otro lado, las adorables viejecitas te saludan con una sonrisa sobre sus cuatro ruedas y un hilo de solidaridad, invisible y luminoso al mismo tiempo.
P.S.: Y a mí se me termina en unas semanas...
Los niños y adolescentes, que no saben disimular, te miran raro. Algo hay en la silla negra y en el que va en ella, sin poder moverse, que impone respeto y temor, el temor a lo extraño y lo feo, el indecible horror a lo grotesco.
Queremos ver la calle rebosando de vida, niños jugando al sol, chicas con su rabioso piercing incitando, ojos azules y melenas rubias. Las piezas del puzzle que no encajan deberían amontonarse al otro lado de la acera, pensamos inconscientemente, sin pensar.
Del otro lado, las adorables viejecitas te saludan con una sonrisa sobre sus cuatro ruedas y un hilo de solidaridad, invisible y luminoso al mismo tiempo.
P.S.: Y a mí se me termina en unas semanas...
miércoles, julio 20, 2011
Crónicas de Patachula, I
Patachula soy yo, porque me he roto el tobillo. Dolía el suelo duro y lleno de chispas de sol. Dolía.
Ahora tengo mucho tiempo para leer y jugar a las cartas. En busca del tiempo perdido, de Proust, novelas de Agatha Christie, escaleras y tríos y el Golpe del Escorial...
Y mucha, mucha paciencia...
Ahora tengo mucho tiempo para leer y jugar a las cartas. En busca del tiempo perdido, de Proust, novelas de Agatha Christie, escaleras y tríos y el Golpe del Escorial...
Y mucha, mucha paciencia...
martes, julio 05, 2011
Elogio de las Rebajas
Yo nunca me he detenido en las rebajas de julio, y menos en las de enero: era una cuestión de principios.
En mi niñez, mis padres me inculcaron la sana idea de que no había ninguna obligación de salir en estampida y beberse la ciudad de un trago sólo porque todo estuviese un poco, o un mucho, más barato. No me gustan las mareas humanas ni las obligaciones, las fechas con caducidad. Hay personas que no le encuentran gusto a eso de estar felices porque sí en las navidades, lo ven como una imposición foránea. Y yo, que sigo aún soñando con los Reyes Magos... en medio del sofocante calor, me rebelo contra ese afán corporativista que nos sacude en los primeros días de julio porque... ¡comienzan las rebajas! Y hay que quemar suela y lanzarse a la calle con un letrero luminoso ardiendo en nuestra frente que grita: "lo quiero...¡todo!"
No piensen ni por un momento que soy contraria el consumismo: ojalá me ocurriera algo así. Me confieso pecadora, y como lo he querido todo durante todo el año, llego al borde del verano con los bolsillos vacíos y el alma libre.
Hasta ahora. En este año, el mes de julio me ha pillado mileurista... ¡por fin! Y si el dinero me impone respeto porque sé lo mucho que cuesta ganarlo, también me provoca una chispa de gozo invertirlo sabiamente, porque sé muy bien que no estoy gastando la paga de mis padres, ni el ocasional fruto de un trabajillo como correctora de pruebas o unas mal pagadas clases de literatura a extranjeros... No. Ya no.
Cuando compro un poemario o un tarro de crema, puedo ver plasmadas mis ocho horas de trabajo diario, mi placentera rutina, los bostezos de la primera hora y la luz que brilla en la última.
Y si es verdad que el tiempo es oro, por una mágica ecuación el tiempo se convierte en vestidos veraniegos, bolsitos de rafia, lujosas barras de labios... cuando llega el mes de julio.
En mi niñez, mis padres me inculcaron la sana idea de que no había ninguna obligación de salir en estampida y beberse la ciudad de un trago sólo porque todo estuviese un poco, o un mucho, más barato. No me gustan las mareas humanas ni las obligaciones, las fechas con caducidad. Hay personas que no le encuentran gusto a eso de estar felices porque sí en las navidades, lo ven como una imposición foránea. Y yo, que sigo aún soñando con los Reyes Magos... en medio del sofocante calor, me rebelo contra ese afán corporativista que nos sacude en los primeros días de julio porque... ¡comienzan las rebajas! Y hay que quemar suela y lanzarse a la calle con un letrero luminoso ardiendo en nuestra frente que grita: "lo quiero...¡todo!"
No piensen ni por un momento que soy contraria el consumismo: ojalá me ocurriera algo así. Me confieso pecadora, y como lo he querido todo durante todo el año, llego al borde del verano con los bolsillos vacíos y el alma libre.
Hasta ahora. En este año, el mes de julio me ha pillado mileurista... ¡por fin! Y si el dinero me impone respeto porque sé lo mucho que cuesta ganarlo, también me provoca una chispa de gozo invertirlo sabiamente, porque sé muy bien que no estoy gastando la paga de mis padres, ni el ocasional fruto de un trabajillo como correctora de pruebas o unas mal pagadas clases de literatura a extranjeros... No. Ya no.
Cuando compro un poemario o un tarro de crema, puedo ver plasmadas mis ocho horas de trabajo diario, mi placentera rutina, los bostezos de la primera hora y la luz que brilla en la última.
Y si es verdad que el tiempo es oro, por una mágica ecuación el tiempo se convierte en vestidos veraniegos, bolsitos de rafia, lujosas barras de labios... cuando llega el mes de julio.