Eran las doce de la noche, la noche de las estrellas fugaces. Y había que bajar hasta Leorza, o al camino del Molino, donde no hay farolas y Marte y Venus brillan como gigantes a miles de años luz... No hay luna, eso es bueno, susurraba mi padre. Quizás, si hablábamos demasiado fuerte, el baile se detendría.
(Las estrellas juegan a guiñarnos el ojo para despistarnos. Y hay que llevar una chaqueta gorda, que hace frío. Y luego, al llegar a casa, nos espera el mousse de chocolate que hizo Maite Arana...)
Uno a uno, mis padres y mis tíos iban diciendo: "¡he visto una explosión!" No algo pequeño, no: un verdadero castillo de fuegos naturales. Yo era la única que no veía nada: tendré que ir a musitar mi deseo a la vela que arde a Tu lado, siempre.
¡Proemón! ¡Finalón!
ResponderEliminar¡Qué lástima haberme perdido esa noche de estrellas fugaces!
ResponderEliminar¡que belleza...! Y aquí también se desprende magia como en tu libro, que me encanto por cierto...
ResponderEliminarRocío, te he robado el poema que hiciste a tu abuelo y lo he colocado en mi blog.
ResponderEliminarTe imagino de vacaciones por el Norte. No dejes de escribir. Yo sigo a la espera de un nuevo libro tuyo
Precioso... tal vez me dan más ganas de ver esa vela que diezmil estrellas fugaces...
ResponderEliminarPrecioso, Rocío.
ResponderEliminarMe encantan las estrellas y me encanta esta entrada, pero, por favor, ¡sigue!
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