Aquella tarde por el centro vuelve en cada página que leo y leímos juntas, Cristina y yo. Regresa en las portadas tan alegres de Renacimiento, con rayas de colores, que adornan mis estanterías. Encontramos también un librito de Charo Prados, poeta que conocí en un recital de Carmelo Guillén Acosta. Y, como la prueba del libro abierto violenta y caprichosamente no suele engañar, decidí ponerla en práctica nuevamente.
De primeras tropecé con esto:
Eres la brisa
que me besa con miedo de doncella
o el huracán que arranca árboles y niños.
Y me encantó la contraposición y la fuerza de las imágenes, porque es verdad que un hombre puede ser brisa y huracán al mismo tiempo. Y qué lírico el miedo de doncella, y qué tremendo el binomio "árboles y niños". Un poco más atónita me dejó esto:
Y sueño con tarántulas marinas
mordiéndome la carne. Y es muy dulce.
Para ser poeta hay que estar un poco loco. No lo digo como un insulto, en todo caso entraría en esa clase de insultos consoladores del tipo mal de muchos, consuelo de tontos. Ya dije una vez a una amiga que la poesía "atrae a los raritos". Hay que ser un poco visionario para llamar dulce a una manada de tarántulas que te come. Pero se entiende: lo mejor del surrealismo es que, si es bueno, se entiendo muy bien.
Como lo que estaba viendo me gustaba, decidí investigar un poco más, y llegué a este principio de poema:
De presencia y de uva, dulcísimos violines
de tu amor, estos días son un cuenco.
LLamadme caprichosa, pero adoro la palabra violines. Sólo con verla escrita en un poema, me parece que el poema es hermosísimo. (Cuidad con esto, me digo, cualquier destripador puede tambier destripar un violín en un verso.) Pero si antepones el adjetivo dulce en superlativo y la cosa no acaba en engrudo, es que hay algo que funciona muy bien. Y Cristina adoptó en el acto la frase "estos días son un cuenco", así sin más, como cajón desastre para expresar asombro o sopor.
Tuvimos oportunidad de estrenar el hallazgo esa misma tarde, porque al pasar por el pasadizo de la calle San Eloy vimos que ha desaparecido la genial tienda Viriato. Tenía anillos y pulseras de plata increíbles que solía regalarme mi madre en Navidad, y pulseras hippies de plástico que solía regalar yo a mis primas, también en navidad.
Verdaderamente, estos días son un cuenco.
martes, junio 30, 2009
domingo, junio 28, 2009
Mi abuelo
Mi abuelo ha muerto.
No quiero convertir este blogg en un paño de lágrimas virtual ni en un desagüadero adolescente: lo de escribir con el único y exclusivo fin de encontrar un desagüe emocional en mi vida se me quedó pequeño hace ya mucho tiempo.
Sólo diré que mi abuelo hacía maquetas de trenes, que disfrutaba comiendo y bebiendo buen vino, que le chiflaba la zarzuela y canturreaba Katiuska con un oído horrendo y que tenía una fe enorme, recia, concreta: era un hedonista católico, o sea, según mi amigo Pablo, un tipo chestertoniano.
Y que siempre he pensado lo que acabo de decir: recuerdo ahora este poema, aún inédito, que escribí hace unos cuatro o cinco años cenando en Maestu, en el choco que los albañiles acababan de terminar, ideado por Papote y, como él mismo dijo, su última gran obra.
EN EL CHOKO DE FELIZ MEMORIA, FUNDADO POR MI ABUELO
A Papote
Hay trenes que caminan hacia adentro.
Hay un fuego creciendo en una casa
fundada sobre roca, y al calor
de manos que trabajan y acarician,
arden todas las brasas de la noche.
Hay un hombre que teje sus memorias,
un hombre que vivió la vida buena
y que sabe decirla, celebrar
la dicha con el vino.
Tiene manos de acero poderoso
que cincelan un monte con la luz
en la cima, tañidos de campanas,
iglesias derruidas, todo un mundo
para viajar en tren.
Hace muros, derriba la tristeza,
sonríe mientras baja con mesura
una legión de rudos escalones,
y a su lado los días se diluyen,
caramelos felices en la boca
de un niño que repite quiero más,
y nunca tiene más, y busca siempre.
No quiero convertir este blogg en un paño de lágrimas virtual ni en un desagüadero adolescente: lo de escribir con el único y exclusivo fin de encontrar un desagüe emocional en mi vida se me quedó pequeño hace ya mucho tiempo.
Sólo diré que mi abuelo hacía maquetas de trenes, que disfrutaba comiendo y bebiendo buen vino, que le chiflaba la zarzuela y canturreaba Katiuska con un oído horrendo y que tenía una fe enorme, recia, concreta: era un hedonista católico, o sea, según mi amigo Pablo, un tipo chestertoniano.
Y que siempre he pensado lo que acabo de decir: recuerdo ahora este poema, aún inédito, que escribí hace unos cuatro o cinco años cenando en Maestu, en el choco que los albañiles acababan de terminar, ideado por Papote y, como él mismo dijo, su última gran obra.
EN EL CHOKO DE FELIZ MEMORIA, FUNDADO POR MI ABUELO
A Papote
Hay trenes que caminan hacia adentro.
Hay un fuego creciendo en una casa
fundada sobre roca, y al calor
de manos que trabajan y acarician,
arden todas las brasas de la noche.
Hay un hombre que teje sus memorias,
un hombre que vivió la vida buena
y que sabe decirla, celebrar
la dicha con el vino.
Tiene manos de acero poderoso
que cincelan un monte con la luz
en la cima, tañidos de campanas,
iglesias derruidas, todo un mundo
para viajar en tren.
Hace muros, derriba la tristeza,
sonríe mientras baja con mesura
una legión de rudos escalones,
y a su lado los días se diluyen,
caramelos felices en la boca
de un niño que repite quiero más,
y nunca tiene más, y busca siempre.
miércoles, junio 24, 2009
La primera vez
Tarde lenta de esquinas en penumbra. Las horas en una librería transcurren sin sentirse, muy rápidas, y por eso mismo tienen toda la lentitud del mundo. Íbamos, Cristina y yo, sacando uno a uno los poemarios de las estanterías: Pedro Sevilla, Carlos Marzal, Rudyard Kipling.
Elena Medel: Mi primer bikini.
- ¿Qué te parece?
- Pues nunca he leído nada de ella, pero Buko no tiene muy buena opinión...
Revuelvo las primeras páginas como si hubiera viento, o como si estuviera aún medio dormida y las hojas del libro se mezclaran con las sábanas...
Tengo una enorme colección de amantes.
Me consuelan y me aman y con ellos mi ego
se expande y extramuros alcanza la azotea.
- Vale, ya he visto todo lo que quería ver.
Es injusto, me dice una alarma interior, juzgar a un poeta sólo por los primeros tres versos hallados al azar. Me pregunto qué diran de mí, si en una librería como esta abren uno de mis libros y pillan uno de esos poemas tontos, escritos en un día tonto. Pero no puedo evitarlo: de la misma forma caótica he llegado a amar para siempre a muchos autores, cuando mis ojos se cruzaron con un centelleo rápido en un poema casual. Empiezo a preguntarme cuál fue el primer verso que leí de Miguel d´Ors, el primero de Mesanza o de Eloy Sánchez Rosillo. Pero veo que eso es hacer trampa, porque los tres me deslumbraron en tres recitales, y luego, ya vencida y seducida, fui a buscar sus libros con nombre bien concreto.
Recuerdo que, cuando me regaló Miguel el precioso librito azul de Joaquín Antonio Peñalosa, tuve la suerte de leer en primer lugar la "Receta para hacer una naranja", que quedó en mi memoria como poema favorito de un poeta favorito.
Y que con Claudio Rodríguez fui de lo más formal: leí el primer verso del libro,
Siempre la claridad viene del cielo;
es un don.
Y no hizo falta nada más.
Y que de la fuerza de unos versos de José Julio Cabanillas, bebidos literalmente en un taxi cuando ya anochecía, nacieron al menos dos poemas de Magia, mi primer poemario. Los versos eran estos:
Tercos nombres sonando. Tercos nombres de qué.
Subrayados, de oro, de islas, de mujeres.
Tercos nombres sonando con un siseo de bala,
susurrando posibles e imposibles,
quemando como un lacre, sellando cada vida.
Compré Para siempre, de Rafael Juárez, y leí, en medio de la lluvia, aquello tan bonito de Hogueras en la vega,/ dragones en el cielo. Y luego:
Como una llave dulce me trajo tu desnudo
el sueño, aquella casa de habitaciones claras.
Siempre hay niños que encuentran en la noche cerrada
pasadizos ocultos.
Y de Abel Feu: Crecen mis uñas, crecen/ por más que me las como. Verso prosaico como una calle desierta, y por eso mismo hermosísimo.
Y por último Ana Ajmátova me salvó, en una mañana de lágrimas, con este delicioso poema:
Él amaba tres cosas en el mundo:
los cantos de vísperas,los pavos reales blancos
y los desgastados mapas de América.
No le gustaba el llanto de los niños,
ni el té de frambuesa,
ni la historia femenina.
... Pero yo era su esposa.
Elena Medel: Mi primer bikini.
- ¿Qué te parece?
- Pues nunca he leído nada de ella, pero Buko no tiene muy buena opinión...
Revuelvo las primeras páginas como si hubiera viento, o como si estuviera aún medio dormida y las hojas del libro se mezclaran con las sábanas...
Tengo una enorme colección de amantes.
Me consuelan y me aman y con ellos mi ego
se expande y extramuros alcanza la azotea.
- Vale, ya he visto todo lo que quería ver.
Es injusto, me dice una alarma interior, juzgar a un poeta sólo por los primeros tres versos hallados al azar. Me pregunto qué diran de mí, si en una librería como esta abren uno de mis libros y pillan uno de esos poemas tontos, escritos en un día tonto. Pero no puedo evitarlo: de la misma forma caótica he llegado a amar para siempre a muchos autores, cuando mis ojos se cruzaron con un centelleo rápido en un poema casual. Empiezo a preguntarme cuál fue el primer verso que leí de Miguel d´Ors, el primero de Mesanza o de Eloy Sánchez Rosillo. Pero veo que eso es hacer trampa, porque los tres me deslumbraron en tres recitales, y luego, ya vencida y seducida, fui a buscar sus libros con nombre bien concreto.
Recuerdo que, cuando me regaló Miguel el precioso librito azul de Joaquín Antonio Peñalosa, tuve la suerte de leer en primer lugar la "Receta para hacer una naranja", que quedó en mi memoria como poema favorito de un poeta favorito.
Y que con Claudio Rodríguez fui de lo más formal: leí el primer verso del libro,
Siempre la claridad viene del cielo;
es un don.
Y no hizo falta nada más.
Y que de la fuerza de unos versos de José Julio Cabanillas, bebidos literalmente en un taxi cuando ya anochecía, nacieron al menos dos poemas de Magia, mi primer poemario. Los versos eran estos:
Tercos nombres sonando. Tercos nombres de qué.
Subrayados, de oro, de islas, de mujeres.
Tercos nombres sonando con un siseo de bala,
susurrando posibles e imposibles,
quemando como un lacre, sellando cada vida.
Compré Para siempre, de Rafael Juárez, y leí, en medio de la lluvia, aquello tan bonito de Hogueras en la vega,/ dragones en el cielo. Y luego:
Como una llave dulce me trajo tu desnudo
el sueño, aquella casa de habitaciones claras.
Siempre hay niños que encuentran en la noche cerrada
pasadizos ocultos.
Y de Abel Feu: Crecen mis uñas, crecen/ por más que me las como. Verso prosaico como una calle desierta, y por eso mismo hermosísimo.
Y por último Ana Ajmátova me salvó, en una mañana de lágrimas, con este delicioso poema:
Él amaba tres cosas en el mundo:
los cantos de vísperas,los pavos reales blancos
y los desgastados mapas de América.
No le gustaba el llanto de los niños,
ni el té de frambuesa,
ni la historia femenina.
... Pero yo era su esposa.
miércoles, junio 17, 2009
Feria del libro de Madrid... cómo la viví
Hacía muchísimo calor en el Retiro, y los altavoces anunciaban firmas y más firmas: medio escuché el nombre de Boris Izaguirre. Y el metro te dejaba en la otra punta del parque, por supuesto, y había que caminar entre arbolitos divisando el estanque, el palacio de cristal... el paraíso en pleno mes de junio. Luego llegabas a las casetas achicharradas y con toldo, y todo se diluía en un mar de libros y sudor. Yo empezaba a parecer irremediablemente guiri, con el pelo rubísimo por el sol y la cara rojísima por el mismo sol. Las gotas saladas iban resbalando por mis mejillas, confundiéndose con el maquillaje en polvo Revlon, y mi mal humor se encendía y ya estaba por las nubes y...
Encontré el stand de Renacimiento pegado al de Valdemar, con todos los preciosos libros del club Diógenes. Era una señal. El paraíso evaporado volvía a resurgir, venciendo a los termómetros. Me compré en dos segundos una obra de teatro de Chesterton, y la antología de Julio Mariscal, que inconscientemente había regalado a mi amiga Merl (los poemarios no se regalan los poemarios no se regalan los poemarios no...) Me enredé hojeando Teleny, la obra en que Wilde narra sus amores "prohibidos". Me entusiasma Wilde, y me fastidió un poco el adjetivo de prohibido que desde la contraportada intentaban darle al librito, ese aire de secretismo cuando cualquier bachiller de Suecia debe saber ya con quién andaba Oscar Wilde... Las primeras hojas, que son las que miré, eran una auténtica maravilla.
De allí fui saltando, de caseta en caseta, comiéndome por supuesto las de Alfaguara, El País o Fnac para detenerme en pequeñas joyas tipo El Acantilado, Alba y Veintisiete letras. En El acantilado vi que tenían Helena o el mar del verano, y yo que adoro a Julián Ayesta lo compré sin pestañear. En otro stand, cuyo nombre no recuerdo, me hice con Armadale de Wilkie Collins, ese libro enorme que conseguí en Castroviejo y que perdí durante un viaje en tren. En la caseta de la editorial Alba encontré otro Wilkie Collins titulado Marido y mujer, haciéndome guiños con tal promesa de deleite que no sé cómo me contuve... Y algunas obras de Elizabeth Gaskell, autora victoriana que me interesa muchísimo.
Encontramos a Pío Serrano, dueño de la editorial Verbum, saliendo de su caseta, y me regaló un poemario de Cummings en edición bilingüe.
Este fue mi primer día en la Feria. Hubo después un atardecer pacífico en compañía de mi padre: volví a mirar con ojos lánguidos los libros de Alba... pero el volumen, las maletas y el viaje a Sevilla pesaron más en mi conciencia. Me prometí fieramente que los buscaría a mi vuelta, en cualquier librería sevillana.
En mi última visita pude saludar a Miguel Aranguren, que me firmó su último libro: La hija del ministro. Una novela increíblemente bien contada que me fascinó desde la primera página. Y acudí a la presentación de los últimos números de La Tinta del Calamar, una pequeña editorial que ha sido fruto del máster de edición que imparte la Complutense. Como fin del acto presentaron a Firo Vázquez, un cocinero que hizo una edición del Quijote en páginas de oblea (hojuelas decía él, término más cervantino.) Impreso con tinta de calamar, fue el primer libro comestible, que alimenta el cuerpo después de alimentar el alma.
Encontré el stand de Renacimiento pegado al de Valdemar, con todos los preciosos libros del club Diógenes. Era una señal. El paraíso evaporado volvía a resurgir, venciendo a los termómetros. Me compré en dos segundos una obra de teatro de Chesterton, y la antología de Julio Mariscal, que inconscientemente había regalado a mi amiga Merl (los poemarios no se regalan los poemarios no se regalan los poemarios no...) Me enredé hojeando Teleny, la obra en que Wilde narra sus amores "prohibidos". Me entusiasma Wilde, y me fastidió un poco el adjetivo de prohibido que desde la contraportada intentaban darle al librito, ese aire de secretismo cuando cualquier bachiller de Suecia debe saber ya con quién andaba Oscar Wilde... Las primeras hojas, que son las que miré, eran una auténtica maravilla.
De allí fui saltando, de caseta en caseta, comiéndome por supuesto las de Alfaguara, El País o Fnac para detenerme en pequeñas joyas tipo El Acantilado, Alba y Veintisiete letras. En El acantilado vi que tenían Helena o el mar del verano, y yo que adoro a Julián Ayesta lo compré sin pestañear. En otro stand, cuyo nombre no recuerdo, me hice con Armadale de Wilkie Collins, ese libro enorme que conseguí en Castroviejo y que perdí durante un viaje en tren. En la caseta de la editorial Alba encontré otro Wilkie Collins titulado Marido y mujer, haciéndome guiños con tal promesa de deleite que no sé cómo me contuve... Y algunas obras de Elizabeth Gaskell, autora victoriana que me interesa muchísimo.
Encontramos a Pío Serrano, dueño de la editorial Verbum, saliendo de su caseta, y me regaló un poemario de Cummings en edición bilingüe.
Este fue mi primer día en la Feria. Hubo después un atardecer pacífico en compañía de mi padre: volví a mirar con ojos lánguidos los libros de Alba... pero el volumen, las maletas y el viaje a Sevilla pesaron más en mi conciencia. Me prometí fieramente que los buscaría a mi vuelta, en cualquier librería sevillana.
En mi última visita pude saludar a Miguel Aranguren, que me firmó su último libro: La hija del ministro. Una novela increíblemente bien contada que me fascinó desde la primera página. Y acudí a la presentación de los últimos números de La Tinta del Calamar, una pequeña editorial que ha sido fruto del máster de edición que imparte la Complutense. Como fin del acto presentaron a Firo Vázquez, un cocinero que hizo una edición del Quijote en páginas de oblea (hojuelas decía él, término más cervantino.) Impreso con tinta de calamar, fue el primer libro comestible, que alimenta el cuerpo después de alimentar el alma.
domingo, junio 14, 2009
Golpe de timón
Quiero cambiar un poco esto... no sé, devolver a mi blogg el aire metaliterario e incluso poético que antaño tuvo y, por culpa de la crisis, las vacas flacas, las Musas, Apolo o Jackobson brilla ahora por su ausencia.
He estado en Madrid. Una semana. Y he descubierto mil tienditas dando vueltas al barrio de Salamanca, como es mi costumbre: olí las aguas de tocador de Álvarez Gómez y me hice con el ansiado sérum anti rojeces de Skeyndor, que encontré en la peluquería Aire´s, en plena calle Goya. Y he conocido, ¡por fin!, los tarros entre vintage y apolillados de Paquita Ors. Aunque me abstuve de comprar tras leer opiniones adversas en el foro Vogue, fue divertido encontrar la perfumería, paseando la elegante Calle Velázquez arriba y abajo y preguntando al botones uniformado de un hotel...
Sí, he hecho todas esas cosas irremediables, me he zambullido en la calle Fuencarral y en Nars Goya, aunque sin provocar cataclismos (se ve pero no se toca, ha sido mi mantra.) Y he comprado pan de cebolla, pan de aceitunas y bollitos de sésamo en la deliciosa panadería artesana Cosmen & Keyless (Príncipe de Vergara, junto a la iglesia Maravillas.)
Pero no quería hablar de nada de esto, en realidad. Prefiero hablaros de Sorolla, de Amalia Bautista y de los nueve libros que me compré en la feria. Llamadme pedante, pero me ha entrado la vena culturalista y esto ya no hay quien lo pare. Pretendo convertir el blog, durante un mes y medio, en un cajón "desastre" de reseñas, notas, apuntes... sobre libros. Y si las Musas, Apolo o Jackobson lo propician, algún proema o incluso poema. A ver si es verdad.
...¿Y el maquillaje? Quiero resucitar al Canguro, mi otro blog delirante, para lanzar allí mis veinte quejas cosméticas y mis dos hallazgos y medio. Esto no quiere decir que a este rincón no se asomen ya las barras de labios: lo harán a ratos, mezcladas con los libros, como debe ser. El maquillaje, a pinceladas.
He estado en Madrid. Una semana. Y he descubierto mil tienditas dando vueltas al barrio de Salamanca, como es mi costumbre: olí las aguas de tocador de Álvarez Gómez y me hice con el ansiado sérum anti rojeces de Skeyndor, que encontré en la peluquería Aire´s, en plena calle Goya. Y he conocido, ¡por fin!, los tarros entre vintage y apolillados de Paquita Ors. Aunque me abstuve de comprar tras leer opiniones adversas en el foro Vogue, fue divertido encontrar la perfumería, paseando la elegante Calle Velázquez arriba y abajo y preguntando al botones uniformado de un hotel...
Sí, he hecho todas esas cosas irremediables, me he zambullido en la calle Fuencarral y en Nars Goya, aunque sin provocar cataclismos (se ve pero no se toca, ha sido mi mantra.) Y he comprado pan de cebolla, pan de aceitunas y bollitos de sésamo en la deliciosa panadería artesana Cosmen & Keyless (Príncipe de Vergara, junto a la iglesia Maravillas.)
Pero no quería hablar de nada de esto, en realidad. Prefiero hablaros de Sorolla, de Amalia Bautista y de los nueve libros que me compré en la feria. Llamadme pedante, pero me ha entrado la vena culturalista y esto ya no hay quien lo pare. Pretendo convertir el blog, durante un mes y medio, en un cajón "desastre" de reseñas, notas, apuntes... sobre libros. Y si las Musas, Apolo o Jackobson lo propician, algún proema o incluso poema. A ver si es verdad.
...¿Y el maquillaje? Quiero resucitar al Canguro, mi otro blog delirante, para lanzar allí mis veinte quejas cosméticas y mis dos hallazgos y medio. Esto no quiere decir que a este rincón no se asomen ya las barras de labios: lo harán a ratos, mezcladas con los libros, como debe ser. El maquillaje, a pinceladas.
lunes, junio 01, 2009
La desertora
Volví de París a los dieciséis, la edad terrible, y en mi colegio había cambiado todo. Todo era el ambiente, la clase, mi pandilla. Con catorce años disfrutábamos, a escondidas, de los últimos retales de la niñez. Jugábamos al teje con un estudiado aire de aburrimiento, como diciéndonos "no hay mucho más que hacer". También nos peleábamos y dividíamos en grupitos de tres o cuatro, como se dividen las nubes. Yo solía pasear por el césped charlando de política con Vicky la pelirroja. Eran los últimos años de Felipe y estábamos en plena emoción del cambio. Yo era más bien de derechas, y mi amiga, de derechas y ecologista. Cuando nos dio por exterminar una plaga de orugas, ella dejaba oír sus protestas y barbotaba frases inconexas sobre el ciclo vital.
A los dieciséis la política, el juego, las rivalidades tontas e inofensivas habían dado paso a un único interés: el viernes por la noche. Me gustaba la costumbre de sentarnos en corro, en el duro asfalto, a charlar sobre el viernes anterior ("vimos a Jaime...") y planear el futuro viernes ("me dejan hasta la una...") Al principio eran las meriendas en el McDonalds y las piraguas en el río, al llegar el verano.
Luego vino la discoteca y los garitos pijos de Los Remedios, y maldita la gracia que tenía, al menos para mí. La noche, el humo, el carmín rojo, las prisas sudorosas. Y el alcohol malo, alcohol de quemar. Me cogía un pellizco en el estómago la idea de llegar sola a casa, por la noche.
Y el reproche sordo de mis amigas, ¿por qué te cuesta tanto salir con nosotras los viernes? Lo veo todo ahora como en cine exín, desde mis treinta años, y pienso que no debían entender nada. Para ellas era yo una desertora.
A los dieciséis la política, el juego, las rivalidades tontas e inofensivas habían dado paso a un único interés: el viernes por la noche. Me gustaba la costumbre de sentarnos en corro, en el duro asfalto, a charlar sobre el viernes anterior ("vimos a Jaime...") y planear el futuro viernes ("me dejan hasta la una...") Al principio eran las meriendas en el McDonalds y las piraguas en el río, al llegar el verano.
Luego vino la discoteca y los garitos pijos de Los Remedios, y maldita la gracia que tenía, al menos para mí. La noche, el humo, el carmín rojo, las prisas sudorosas. Y el alcohol malo, alcohol de quemar. Me cogía un pellizco en el estómago la idea de llegar sola a casa, por la noche.
Y el reproche sordo de mis amigas, ¿por qué te cuesta tanto salir con nosotras los viernes? Lo veo todo ahora como en cine exín, desde mis treinta años, y pienso que no debían entender nada. Para ellas era yo una desertora.