LA VIDA DISOLUTA
El amor no debería ser difícil,
sino algo sencillo, algo como cocinar. A mí me encanta cocinar y comer, y ambas
cosas las hago de primera. Bueno, sé que
hay personas que piensan que preparo cosas demasiado contundentes, que impongo
el consumo de patatas francesas en las noches de viernes y sábado, que abuso de
la mantequilla. Y todo es verdad, solo
que para mí eso no es ningún defecto sino una esforzada virtud. El día que hago patatas en casa todos
se chupan los dedos: luego nos machacamos el doble en el gimnasio y sanseacabó.
- Ése es el problema, cariño- suele decir mi
madre: - no nos escuchas.
Pero yo sí sé escuchar, sobre
todo a las mujeres. Escuchar a las mujeres es un arte que domino, es como oír
la lluvia: no habría podido sobrevivir de otra manera. Mi plato favorito es una
sopa francesa que hacía mi primera novia, y pude aprenderme la receta antes de
que rompiéramos. No es una sopa ligera sino todo lo contrario, porque se
necesita mucha nata para espesar el caldo. El caldo se hace con un trozo
mediano de hueso, una chalota y tres tomates frescos y maduros. El hueso debe
tener un poco de carne pegado, sino se vuelve muy aburrido. Se pone todo a
cocer en dos litros de agua mineral, tiene que ser agua de buena calidad. Añado
un buen puñado de sal y una cucharada sopera de azúcar moreno para
contrarrestar la acidez de los tomates.
Tiene que cocinarse todo a
fuego muy suave, durante una hora o más. Por eso es plato de fin de semana,
pero os juro que merece la pena. Luego retiramos el hueso y las pieles de los
tomates, y si estás a régimen eterno como mis hermanas puedes colar el caldo,
ponerle tropezones y listo, pero toda la gracia está en poner el caldo colado
en el vaso de la batidora, con la pulpa
de los tomates y algo así como medio litro de nata. Luego de triturarlo todo
durante un buen rato, se le añade una taza de vino blanco y se le da un último
hervor hasta que el alcohol se evapore. Queda una sopa cremosa como para matar
a los ángeles de puro gusto. Pero este último paso mis hermanas no lo
entienden: tendrían que haber conocido a Cherie.
Mi primera novia se llamaba Cherie,
era parisina. La conocí en un Erasmus cuando yo tenía solo veinte años. Me
volví loco. Vivíamos en una buhardilla mientras mi pobre madre seguía
mandándome dinero para la residencia de los curas en el Sacre Coeur: comprendo
que hice mal, pero es que me entró una especie de calentura que no me dejaba
pensar. Nico dice que si me fue tan mal con ella luego es por eso, porque
anduvimos a salto de mata, pero Nico es un santurrón. Se casó con su primera novia, por eso no
entiende a las mujeres. Solo conoce bien a una.
Cherie cocinaba cosas
increíbles. Durante los seis primeros meses de mi año en París engordé ocho
kilos, y durante los seis últimos adelgacé quince, entre el gimnasio y el
desamor. Volví a España hecho un
figurín, y fue a recogerme al aeropuerto Cecilia, la mejor amiga de mi hermana
Paula.
En todo ese año de ausencia
mía, había crecido y se había puesto deliciosa. Tenía trenzas pelirrojas y
pecas en la nariz, las justas. El resto de su piel era transparente y limpio,
sonrojado en las mejillas. Me consta que durante toda su adolescencia suspiraba
por mí, mientras yo compraba revistas sugerentes y soñaba con volar al
extranjero.
La besé cuando me dejó en el portal de mi casa
y aún no sé por qué lo hice; empezamos a salir juntos porque se empeñó ella. Yo
ya le dije que había estado acostándome con una francesa en París, pero no me
creyó.
- Eres un fantasma, Xavier-, solía exclamar,
mientras me daba besos muy rápidos en el cuello, como pequeños sorbos o
anticipos de algo que nunca llagaba.
Cecilia ha estado presente en
mi vida durante todos estos años: he tenido mil novias, he ido y venido y ella
siempre aparece, impertérrita, en el vértice de una aventura que se acaba: me
sonríe enigmática y parece que me arropa como a un niño:
- ¿Ves cómo esto no puede ser? Así no puedes
seguir, confiésalo: solo yo sé cuidarte.
Yo no quiero que me cuide
nadie: tengo veintisiete años y vivo con cinco mujeres, tengo ya bastante.
Además, Cecilia no sabe cocinar y es vegetariana. Y va a misa los domingos. Y ronca levemente
cuando se echa la siesta junto a mí, en el sofá de la casa de mi madre. Aún
así, mamá y la abuela siguen en sus trece, coreando bobadas del tipo “qué
monería de chica, es la única que puede contigo”.
Yo sonrío, queriendo poner una
pose despectiva que a veces no me sale bien. Me aterra que puedan llegar a
pensar, ni siquiera por un segundo, que Cecilia es la única real, que todas mis
aventuras son nada. Nadie lo sabe.
Y todo debe continuar igual que
antes, porque si se enteran estoy perdido: Cecilia no tendría ya ninguna excusa
para rescatarme si supiera que aprendí la receta de la sopa francesa en un
mísero bistró de París, durante aquellas infinitas y solitarias tardes en las
que solo pensaba en ella.
Una novela!!!
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