Vino blanco de Muga: una copa chispeante. De color oro pálido, muy pálido. Sin burbujas, que no es champán. Si fuera champán picaría en la garganta, y Kim Bassinger le podría decir al japonés ese de las geishas que es pis de caballo, y vaya jaleo se armaría. Y sin Bruce Willis para reconducir la situación, muy mal.
De pequeña me gustaba Bruce Willis, porque sonreía con los ojos. Mi prima y yo veíamos La jungla de cristal. Éramos adolescentes, nos pintábamos los labios de naranja neón mate. Y mi prima me dijo: cuánto más andrajoso está, más me gusta. Yo ya apuntaba maneras, me gustaba Danny el padre de Padres forzosos que se peinaba bien el pelo y sonreía, y olía a after shave cítrico, seguro. Y me encandilaban, ya, tan pronto, los trajes de corbata, esos que no le gustan nada al creador de Cobi, que en cambio admite sin rebozos que usa chaquetas de mujer. Están locos estos creativos, o yo he bebido ya la copa entera de Muga.
Pero Bruce era diferente. Perseguido por los malos, atronando cristales. La frente chamuscada, la sonrisa errante, los ojos oscurecidos por el coraje. Que sí, que también los omoplatos brillantes de sudor, la corbata transfigurada en tirachinas. Sí, señor, cuánto más guarrete más nos gustaba. Porque era como Superman. Y al final de la película volvía con su mujer, ansiosa de nuevo por lucir su apellido, y le compraría muchos armanis oscuros, ¡seguro! Pero la cara tiznada en medio de la película era la piedra angular para rendir de nuevo a su mujer. Lo importante no es el éxito, sino las manos ensangrentadas y la frente sudorosa del hombre que ha luchado para vencer: un refrán de la época de mi madre, como de fuegos de campamento. Ya he hallado la inspiración recóndita, y el quid de nuestro embobamiento. Eso, y que era Bruce Willis.
Se me ha terminado la copa de vino Muga.
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