Blanca y Daniela eran amigas. Muy amigas. Su historia era como la de Romeo y Julieta, pero en versión niñas de ocho años luchando contra viento y marea por su amistad. Blanca era hija de un catedrático, que no era poco. Pero es que Daniela era hija de todo un conde. Y claro, detrás del conde había una condesa, clamando furiosa contra las malas compañías. Una plebeya no era el ideal de amiga que había soñado para su pequeña. Los padres de Blanca pertenecían a la clase media, y eran firmes partidarios de la clase media. No querían sueños de cenicienta antigua para su hija.
Las profesoras del colegio, atendiendo el deseo de ambas familias, intentaron apartar a Daniela de Blanca. Y eso hizo que ambas se buscasen con mayor empeño. Tenían la misma imaginación ardorosa: les gustaba jugar con las palabras, construir un mundo de ciencia ficción. Habían creado lo que pomposamente llamaban "una sociedad secreta", y la habían bautizado con dos letras, I.F. Las siglas de Imagen de Fátima. No es que fueran muy devotas, eran más bien dos fantásticas, y se reunían debajo de un precioso olivo que, en palabras de Daniela, "era muy apropiado para que la Virgen se apareciese encima". Allí hablaban de príncipes azules, inventaban alfabetos en clave y coleccionaban piedras. Piedras raras como el oro, como raras eran ellas mismas.
Pasó el tiempo y llegaron a cumplir los doce años. Es una edad peligrosa: las chicas miran hacia atrás y se avergüenzan de haber disfrutado tanto jugando juntas. Lo que desean ahora es robar la laca de uñas a sus madres, cardarse el pelo y admirar la esbelta figura de Patrick Swayze mientras tararean Be my baby. Daniela tiene la posibilidad de viajar a París junto a Laura, la chica más mona y rica de la clase. Le promete a Blanca que cuando regresen... Ya no recuerda qué sucederá cuando regresen. Ya no importa. Ha transcurrido un curso entero y ahora tienen trece años. Velozmente se acerca el mundo de las puestas de largo, y Laura y Daniela se entretienen hablando de tierras y viejos títulos. Nobleza obliga.
Blanca tiene más de treinta años y está cenando en un bar algo pijo con su madre y unos amigos, a la luz de las velas. Én la mesa de al lado hay un hombre perfecto, vestido con una corbata y una sonrisa. Derrocha elegancia. Tiene toda la pinta de tener dinero, de venir de una buena familia y de seguir siendo aún así un tipo normal. Blanca no puede ver a la mujer que lo acompaña, sólo intuye que es andaluza y cosmopolita. Gírate con cuidado, susurra su madre. Y se encuentra frente a frente con ella.
Guapísima, llena de distinción. Su pelo es un rayo negro lleno de fiereza, y ella recuerda cómo bullía desordenado. Ahora brilla. Y sobre todo, brilla en Daniela la ilusión del primer momento, esa que no miente nunca. Y hablan, recuerdan, se ríen. Él interviene de vez en cuando. Mi marido, Javier. Yo no tengo marido. Ya vendrá. Boda y mortaja, del cielo baja...
Dicen muchas otras cosas. Todo a cámara lenta. Blanca entiende de pronto por qué en el cine se oscurecen e iluminan de pronto algunos fotogramas, por qué se ralentiza el tempo. No escucha, no respira, sólo contempla. Y lo que está contemplando es el más asombroso de los espectáculos: una chica salvajemente normal.
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