No tengo ganas de escribir. Supongo que vivo corriendo, como toda mujer que ha cumplido los treinta años. Y que Dante, Quevedo y Cervantes me llenan el tiempo y leo, leo, leo. No lo que me gustaría leer, sino lo que deben leer mis alumnas. Sonetos de Petrarca. Metamorfosis de Ovidio. Artículos sobre la Edad media, y si era oscura o no. Yo creo que no o que no toda, pero claro, yo no cuento porque soy platónica tomista. Y me fascinan las catedrales. Y cuando Dante se pone muy romántico pero al estilo bajomedieval, así con alegorías, a hablar de Beatriz. Al final, lo que debo leer y lo que me arrebata coinciden, pero de una manera simbólica.
Y luego llega un viernes y gasto la tarde en un congreso de científicos, sobre mente y cerebro. Sobre si todo son jugos gástricos o tenemos un alma. Y el día siguiente es sábado y vuelo hacia Madrid, al Escorial, y encuentro en un cafetín modernista mi media naranja. El cóctel de mis sueños, es decir el cóctel Japonesa, a base de zumo de naranja recién exprimido y brandy. Como diría Lord Scutum, es bebida de señora... pero qué señora.
Mañana vuelve a ser viernes. El mundo parece un viernes gigantesco como un monte, y nosotros subidos a él, "radiantes de cansancio". A ver si me sacudo la pereza y escribo un poema terrible, melancólico, de remover los cimientos y ladrar, y luego un happy end teológico de los que dan tanta rabia.
Un bello poema sobre la mala vida.
jueves, octubre 29, 2009
martes, octubre 13, 2009
martes, octubre 06, 2009
Chocolatinas Bounty
Tenía quince años, un pavo delirante y un miedo que esconder. El ambiente que me rodeaba era crudo. De acuerdo, vivíamos en París, y los fines de semana nos íbamos en coche a ver el palacio de Versalles, o gastábamos una mañana en el Louvre. Pero, de lunes a viernes, mi vida en el Liceo era bastante dura. Había droga y lo sabíamos. Había peleas, broncas más o menos veladas, puñetazos sobre el suelo de plástico verde. Había todo el sexo que nunca me dejaron ver en las películas.
Había dos patios, uno cubierto y otro sin cubrir. Y llovía siempre. Recuerdo los bancos corridos, de conglomerado barato, y el olor a cigarros buenos y a cigarros malos en los aseos, ante un gran cartel que decía prohibido fumar. En el patio cubierto había una máquina de café y otra de chocolatinas. Yo siempre solía tener diez francos en el bolsillo: supongo que me los daba mi madre para que me comprara una cocacola, pero al segundo o al tercer día, en medio del chute crónico de realismo sucio, descubrí el chocolate Bounty.
Había dos patios, uno cubierto y otro sin cubrir. Y llovía siempre. Recuerdo los bancos corridos, de conglomerado barato, y el olor a cigarros buenos y a cigarros malos en los aseos, ante un gran cartel que decía prohibido fumar. En el patio cubierto había una máquina de café y otra de chocolatinas. Yo siempre solía tener diez francos en el bolsillo: supongo que me los daba mi madre para que me comprara una cocacola, pero al segundo o al tercer día, en medio del chute crónico de realismo sucio, descubrí el chocolate Bounty.
Era la cosa más dulce de la tierra. Dulce de coco cubierto de chocolate, en la dosis justa para inyectar a la mañana un poco de lucidez. Los primeros mordiscos eran cálidos y lentos, el cacao se derretía entre mis dedos. De sus encantos habla, cómo no, el delicioso blog del chocolate. Yo ni siquiera me atrevía a cerrar los ojos, por si Véronique la gótica me clavaba sus largas uñas negras en la espalda.
En París empecé a escribir. Primero, pequeñas piezas de prosa, y luego pequeños poemas sentimentales. Se me daba mejor lo primero que lo segundo. Tuve un profesor de lengua y literatura que era un mago, que nos encandilaba, que jugaba con las palabras y con nosotros. Nos leía fragmentos de libros. Nos obligaba a escribir. Yo quería que todas las horas fueran para su asignatura, porque además hablaba con una autoridad inaudita en un lugar como ese. Y me dijo que yo tenía que estudiar filología hispánica, y que llegaría a publicar libros. Y todo era verdad.
En París empecé a escribir. Primero, pequeñas piezas de prosa, y luego pequeños poemas sentimentales. Se me daba mejor lo primero que lo segundo. Tuve un profesor de lengua y literatura que era un mago, que nos encandilaba, que jugaba con las palabras y con nosotros. Nos leía fragmentos de libros. Nos obligaba a escribir. Yo quería que todas las horas fueran para su asignatura, porque además hablaba con una autoridad inaudita en un lugar como ese. Y me dijo que yo tenía que estudiar filología hispánica, y que llegaría a publicar libros. Y todo era verdad.
Hoy he visto en una tienda las famosas chocolatinas Bounty. Y, rompiendo las elementales reglas de la sensatez, he comprado una.