Ya en Logroño, recorro la vieja calle Portales y me detengo, a cámara lenta, en frente de la librería Gumersindo Cerezo. A pesar de la sonoridad casi brusca del nombre, Gumersindo me sabe a gominolas. También me suena a señor en pijama, o a maestro de escuela con bigote blanco, ¿tres por dos? "¡Seis, Don Gumersindo!"
Cada nombre nos lleva a una historia. A mí, por ejemplo, el de Celia me remite a una niña melindrosa, con caramelos en los bolsillos, que dice frases como: "Gracias por el pastel, pero la crema estaba agria". Y, por más que busco en mi memoria, no logro saber de dónde vienen esas palabras a mí.
A Paula siempre me la he imaginado rubia y dulce, y cuando conozco una Paula morena y arisca, me siento incómoda. La Paula de Vigo es Vivaldi no tiene nada de arisca, pero de morena sí, y tiene unos ojos entre gallegos y gitanos. O sea, oscuros. Pero, a medida que se iban consumiendo las páginas del libro, Paula Monfá se volvía cada vez más rubia para mí, con ojos verdes y risueños, y en el último capítulo, unas cuantas pecas se atrevían a salpicar sus mejillas. Entonces supe que aquel poema de Enrique García Máiquez era la pura verdad: el lector es un fingidor.
Cuento mi vida pero lees la tuya.
De niña, el nombre de Leonor me sonaba a cara de gato y ojos verdes muy inteligentes, y supongo que conocí a alguien así. Creo que era la vecina de mi amiga Mónica: jugábamos a dramas en sus jardines. En Cou descubrí a Machado y el nombre se me vistió de literatura. Y, cuando conocí a Merl, un día la invité a casa al comienzo de nuestra amistad y hablamos de los nombres. Me gusta el de Leonor, dijo ella. Leonor, repuse, la esposa muerta de Machado... Y Merl, rápida, juguetona y felina respondió: o la mujer viva de Enrique García Máiquez.
Qué chica tan interesante, pensé yo entonces. Lee a unos autores tan raros...
Y sólo han transcurrido nueve años.
jueves, julio 30, 2009
jueves, julio 16, 2009
Infancia espiritual
Para Ana y Rafa.
Era lunes y nos íbamos al Portil, a pasar un día en casa de unos amigos. La casa, un ático situado entre la playa y un bosquecillo, olía a verano con mantel de hule y vajilla tropical. De postre hubo melocotones y uvas escarchadas, cubiertas de mil cubitos de hielo que bailaban en el frutero de loza.
Por la tarde salimos a dar un paseo por las mil tienditas del pueblo, acunados por una brisa que jugaba al escondite con el tremendo calor. Nos detuvimos en Casa Saluita, una droguería que tiene también un local en Sevilla, en la plaza Ponce de León. Es la auténtica perfumería de barrio, con un expositor de Elisabeth LLorca, barras de labios Revlon, colonias de elaboración propia con olores afrutados y varias vitrinas de cristal, con los potes de cremas bien ordenados y a la vista: productos al azuleno, con aceite de rosa mosqueta o jalea real.
Yo buscaba un cepillo redondo y pequeño, y encontramos uno de la marca "Salon", antibacteria y de color "azul ultraligh", un nácar celeste que me recuerda al tocador de princesitas que tanto envidié durante mi infancia. Compré dos, uno para mi madre y otro para mí.
Luego entramos en un bazar que nos llamaba poderosamente la atención. Había unas espadas de poliuretano, enormes, que podías meter en el mar y zambullirte en una lucha sin peligro excesivo: compré cinco para mis cinco primos pequeños. El mayor cumple trece años, así que le pregunté a Rafa: "¿Tú crees que se ofenderá si le regalo esto?"
"Yo creo que esta espada emocionaría a cualquier hombre, a cualquier edad", me respondió mi amigo. Le miré: tenía los ojos encendidos y las mejillas rojas. Y pensé, con agradecimiento: "en el fondo, ellos son unos críos y lo serán siempre".
Con agradecimiento, sí. Es esa infancia interior la que hace que brillen tanto a nuestros ojos.